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Los riesgos de la política en tiempos de Twitter: Un año con Trump

  • Hristo Torres
  • 20 ene 2018
  • 5 Min. de lectura

Imagen: FarodiRoma

Este sábado Donald Trump cumple un año como presidente de los Estados Unidos y al igual que un humano de esa edad, ha sido un calvario lleno de balbuceos, pañales sucios y llanto.


Si se tratara de otro presidente, hubiera hecho un repaso sobre los logros y retos superados durante este periodo clave, pero dado que estos se pueden resumir en un párrafo, pasaré a discutir asuntos que me parecen un poco más preocupantes. Sí, más preocupantes que la posibilidad de una guerra nuclear.


Si bien las políticas de Trump son trascendentales por sus consecuencias sociales, económicas y ecológicas a corto plazo, lo que debería de preocuparnos y ocuparnos verdaderamente son los efectos que tendría su presidencia a largo plazo en la estructura política de Estados Unidos, y, posiblemente, del mundo. Por esta razón he identificado los tres problemas que me parecen más apremiantes.


El primero sería la “hollywoodización” de la política. Aunque el hecho de que una celebridad salte al mundo de la política no es nada nuevo -tenemos varios ejemplos como Clint Eastwood, Arnold Schwarzenegger o incluso Ronald Reagan- este había sido más bien un fenómeno aislado y controlado. En su mayoría habían sido individuos involucrados con su comunidad cuya escalada fue paulatina o limitada, lo que les permitió adquirir experiencia, capacitándoles como servidores públicos y gobernantes.


Reagan, por ejemplo, antes de ser presidente fue gobernador de California, incluso antes fue líder del sindicato de actores, lo que le permitió empaparse de las obligaciones y responsabilidades que conlleva un cargo de elección popular, sirviendo con aceptable éxito, a tal grado que aún hoy tanto el Partido Republicano como el público en general lo recuerdan con cálida nostalgia.


Por su parte, Trump pareciera probar que si se es suficientemente famoso es posible saltarse pasos e ir por los huesos grandes de buenas a primeras, lo que no pienso que sea buena idea. El propio Trump ha manifestado que ser presidente “es más difícil de lo que creía”, y definitivamente no es un empleo que cualquiera pueda ejercer, sobre todo en un mundo en el que la especialización del trabajo es cada vez más aguda y más profunda. Ser estadista quizás no requiera de una formación específica, pero sí de ciertas capacidades.


Ahora que si se tiene a un empresario y estrella de televisión que nació rico y que “trabaja” siete horas al día, de las cuales prácticamente seis las pasa en Twitter o viendo televisión, no debería sorprendernos que individuos como Kanye West, Oprah Winfrey o Dwayne Johnson crean que también pueden hacerlo. No quiero que se me malinterprete aquí, tanto La Roca como Oprah me parecen seres humanos decentes, talentosos y carismáticos, pero su lugar es frente a las cámaras, no en la Oficina Oval.


Ser presidente de la nación más poderosa del mundo requiere de ciertas habilidades y conocimientos que no se desarrollan como músico, actor o presentador de televisión, y ese es el verdadero riesgo que presenta la “hollywoodización” de la política.


El segundo problema a considerar es la manera que Trump ha cambiado al periodismo, particularmente en la televisión. Desde que el empresario anunció sus intenciones de competir por la presidencia no ha dejado de aparecer en los canales de noticias. Esto no es porque quisieran darle notoriedad, sino más bien para sacarle provecho. Trump es tan escandaloso que es bueno para los ratings.


Esto ha incitado también un cambio en la manera de cubrir las noticias, cayendo en tres categorías generales. Una es que las cadenas que simpatizan con Trump -como Fox News- lo cubren de elogios por las mayores nimiedades al tiempo que minimizan sus fallas. La segunda es un total opuesto. Medios como New York Times, Hufftington Post o Vox no son más anti-Trump porque no es posible, aunque la mayor parte de su criticismo sea justificado. La última es que canales como CNN, en su afán de tratar de ser lo más imparciales y plurales posibles hacen coberturas larguísimas con aparentes expertos que abarcan todos los espectros políticos posibles.


Lo único que esto provoca es un sesgo enorme en la información, en el que los individuos interesados en la política se informan solamente a través de las cadenas que validan y perpetúan su punto de vista, mientras que el resto de la población refuerza su idea de que no le interesa la política o que está cansado de ésta. El resultado es claro. La sociedad estadounidense nunca había estado tan dividida.


El último problema que quiero abordar es quizás el que me parece más preocupante, pues a diferencia de los anteriores no queda limitado localmente a los EE.UU., sino que tiene una escala global, y es que con Trump en la presidencia nos hemos vuelto demasiado tolerantes y difíciles de sorprender.


En un sketch de hace unos meses del Late Show con Stephen Colbert en el que se reunieron casi todos los ex integrantes del Daily Show de Jon Stewart bromeaban que con el expresidente George W. Bush era muy sencillo hacer comedia, porque hacía algo absurdo al menos una vez al mes. Este chiste en particular contrasta evidentemente con Trump, quien casi a diario crea al menos una nueva situación tan absurda que hace que los chistes se escriban prácticamente solos.


Esta normalización de la controversia, esta cotidianización de los extremos, bien podría ser lo más dañino y peligroso de la estadía de Trump por la Casa Blanca. Cada semana el Presidente de EEUU insulta una nueva figura pública, hace algún comentario racista/xenófobo/sexista, desacredita a una agencia de noticias seria, cuestiona la integridad de un líder civil, alardea sobre sí mismo, elogia a algún régimen opresivo como los de Rusia o Filipinas, amenaza a un país aliado, defiende al Ku Klux Klan o entra en disputas verbales con Corea del Norte, amenazas de misiles nucleares incluidas.


Aunque al principio estas situaciones resultaban preocupantes, al notar que las consecuencias no pasaban a mayores nos hemos ido acostumbrado poco a poco, a tal grado que lo que tradicionalmente hubiera sido un escándalo capaz de sacudir al sistema, ahora pasa como una noticia común y corriente del día a día. Incluso el significado de ciertas palabras como “escándalo” o “crisis” se ha ido diluyendo, perdiendo el peso que alguna vez tuvieron.


Mientras que los diarios y analistas políticos señalan continuamente que a cualquier otro presidente ya lo hubieran forzado a resignar por la gravedad y -lo que es quizás aún peor- cantidad de escándalos en los que se ha visto envuelto, los comediantes ya bromean que próximamente a Trump se le dedicará solo dos párrafos en los periódicos, junto al crucigrama.


Aquí quisiera agregar como corolario que pareciera que los comediantes son ahora mismo la primera línea de defensa antiTrump, y no estoy seguro de qué tan positivo o negativo sea esto. La comedia y la sátira son herramientas excelentes para combatir a la tiranía y la intolerancia, pero no creo que nunca antes en la historia tuvieran el protagonismo que tienen ahora, y no sé qué clase de efectos podrían tener. ¿Será que podrían contribuir a una mayor democratización de la política? ¿O será que se le está restando importancia a ésta, reduciéndola a material cómico?


La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca ha sacudido al mundo entero de un sinfín de maneras, la mayoría probablemente para mal. Sin embargo, no todo es negatividad, pues también ha atraído la atención a temas de gran importancia, como la equidad de género, el racismo subyacente del estadounidense y la importancia de tener a servidores públicos calificados.


Espero, con toda honestidad, que en el futuro seamos capaces de mirar atrás y reconocer que este fue un periodo clave para la historia de la humanidad que nos permitió aprender de nuestros errores, luchar por lo que es correcto y que nos instigó a mejorar como especie. Digo esto, en parte, porque ahora mismo el presente se ve bastante negro. Ojalá que el proverbio sea cierto y que tras la tormenta, venga la calma.

 
 
 

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