“NACÍ EN EL MEJOR LUGAR PARA MORIRME. EPISODIO 2”
- Andrés Sánchez
- 17 jun 2017
- 5 Min. de lectura
(...) si ninguna de las opciones anteriores surtió efecto, aún tenía una larga lista de opciones si se tratara de buscar la muerte...

Con salir y expresarme en público basta. Ninguna ciudad en el mundo se jacta más que la ahora Ciudad de México en ser openmind, y tolerante de todas las expresiones sexuales, culturales, religiosas y demás que se les ocurra; todo un conjunto cosmopolita que promete ser incluyente y con un ambiente bien cool; pero en algunos rincones de ahí y de los estados a su rededor los crímenes de odio y la discriminación por preferencias sexuales hacen que muchos prefiramos esconder nuestro verdadero yo y expresarnos libremente sólo en espacios de completa confianza.
Ser gay o alguna otra letra del conjunto LGBTTTIQ aún no es algo que se pueda mostrar con entera libertad en varias partes de mi municipio, el estado, la región y el país. Serlo puede ser motivo de rechazo, discriminación, burlas y negación de servicios, al grado de que según el CONAPRED (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación) y su encuesta en 2010, 6 de cada 10 personas de este rubro preferirían no vivir como LGBTTTIQ, más de la mitad han sufrido alguna forma de discriminación, sin olvidar que 887 personas hasta el 2013 han sido asesinadas en México por su orientación sexual. La CDMX y el Estado de México ocupan victoriosos los primeros dos puestos con 164 y 92 casos, respectivamente. Puedo morir por mostrar mi amor a la persona que quiero, por tomarnos de la mano y ya ni pensar en besarnos en público en el lugar incorrecto o en momento desafortunado; algo tan normal se puede convertir en un acto mortal.
Pero ser heterosexual tampoco es la opción de salvación: ser hombre o mujer es razón suficiente para temer. Yo lo hice cuando vi que ni en mi amada universidad podía estar a salvo, cuando vi a través de varios medios que Lesvy Berlín había sido asesinada en la máxima casa de estudios en México, en una de sus facultades del Campus Central. Y aunque fuese o no estudiante, estuviera o no drogada, debiera o no estar hasta altas horas de la noche, ninguna explicación justificaba tan horripilante suceso. En ese momento no sólo temí por mi vida, sino por la de mis amigas y conocidas que a diario se esfuerzan por hacer de la realidad de este país una mejor para todos.

La seguridad ya no estaba garantizada en ningún sitio y, lejos de respuestas claras y alternativas coherentes, las autoridades no nos dejaron de otra que recurrir a nuestros propios medios, a una situación en la que en lugar de confiar en que habrá alguien resguardando nuestra integridad y un castigo para los culpables, se opta por dejar de salir en la noche, hacer rondas para caminar al transporte, llenar de alarmas las facultades y desconfiar de cualquier mal vestido fomentando la discriminación.
Aunado a esto, el surgimiento de una discusión eterna sobre si sólo las mujeres son las víctimas de este delito. La respuesta es claramente que no, pero tampoco se discute que en México, estadísticamente, son asesinadas 5 mujeres diariamente para dar un total de 28 mil 710 siniestros cometidos del 2000 al 2015 que han levantado la Alerta de Género en 24 estados de la República. En contraparte, el hablar de masculinicidios es algo tan raro que la palabra ni siquiera aparece en los diccionarios habituales. Aún no se ha puesto en la mesa una discusión sobre si el asesinato sistemático y selectivo de hombres, sobre todo porque hay mucha complejidad de conceptos, entramados sociales, culturales, ideológicos y demás de por medio. Pero algo sí es cierto, el ser hombre no te exime de ser víctima de actos violentos y, en casos más allá, de una muerte por no cumplir con tu estereotipo.
La razón más reciente por la que temí de mi vida fue por salir de casa, por estar en un lugar público y más si era icónico como una universidad, el metro, en un teatro o en un concierto. Mi miedo no era infundado: los ataques terroristas se han hecho cada vez más habituales, o al menos ya los pasan por televisión y hasta se pone de moda portar los colores de bandera del país dañado en fotos de perfil. Según un informe de la Universidad Austral, en los 5 meses que han pasado del 2017 se han registrado 388 ataques terroristas en 52 países, cobrando la vida de más de 3200 personas, y aunque ninguno ha sido registrado como tal en México, la indignación y el temor no es algo inexistente.
Viví aterrorizado cuando hace un año un pistolero arremetió contra jóvenes que disfrutaban de una noche de diversión en el antro Pulse en Orlando, Florida. La música y muchos corazones se detuvieron esa noche. Pensar que una noche de relajación con mis amigos, en el lugar que fuere, podía acabar en semejante desgracia se convirtió en un estado de alerta constante; a él se adherían el riesgo de un tiroteo en la escuela, en el centro comercial o hasta en un concierto, como pasó en el de Ariana Grande en Manchester, Reino Unido, donde muchas vidas y aspiraciones de jóvenes, adultos y niños fueron apagadas, así como son apagadas millones de vidas anualmente en países africanos, asiáticos y latinoamericanos que no tienen los reflectores sobre ellos.

Por eso ahora, al repasar esta lista me doy cuenta de que nací en una época y en un país donde temer por mi vida no es una opción ni una alternativa, donde si no te toca lo último que puedes hacer es ignorar que la realidad es así, donde más te vale estar prevenido, andar con cuidado y no meterte en problemas porque hasta los que deberían estar para protegerte te hacen daño y te esconden debajo de las piedras, en basureros y en fosas.
No es pesimismo, es abrir los ojos a que nuestro destino entre tanta violencia no está dictado, no es lo que Dios quiera; no es lo que nos tocó por vivir en un estado, en un país u otro, es lo que estemos dispuestos a combatir y cambiar de nuestro entorno; no es revictimizar a las víctimas listando un montón de razones por las que se lo merecían o por las que se lo buscaron, es darnos cuenta de que esas razones también podrían ser nuestras razones, la causa de que nuestro nombre esté en esas listas negras escritas con sangre. Es pedir que las cifras no aumenten, pero sí las soluciones y la acción ciudadana. Es darme cuenta de que nací en mejor el lugar y momento para morirme, pero también de que no quiero que ese sea mi destino ni el de nadie más a partir de este momento.