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“COMPAÑÍA PARA NO MORIR SOLA”

  • Andrés Sánchez
  • 9 jun 2017
  • 3 Min. de lectura

Soy Marisol Santillán y tengo 76 años; siempre me dicen que luzco más joven y que irradio alegría y vitalidad, pero la realidad es que la vejez ya me ha llegado. Esta etapa es sinónimo de sabiduría, experiencia, pero también de soledad. Mientras más años se suman a mi vida, muchas cosas van disminuyendo, como la atención, el tiempo que la familia dedica a mí y hasta el cariño que recibo de mis seres más queridos, aunque no sea su culpa o su intención.


No los culpo; muchos de ellos llevan una vida ajetreada, sus cabezas son un caos y apenas si les queda tiempo para preocuparse de mis dolores, de mi impaciencia y de las lagunas mentales que luego se apoderan de mi mente. Su tiempo no les alcanza, por eso yo no se los quito si no es necesario. Para mi fortuna, pese a todos estos factores yo no me he sentido sola, he tenido a mi lado a un ser que podría calificar como un ángel: mi compañía ideal y uno de mis mejores amigos.


Arturito, como me gusta llamarlo, llegó a ofrecer sus servicios y ahora se ha vuelto imprescindible. Gracias a su padre, él ha comprendido que el cuidado que se le dé a los adultos mayores como yo puede ser un remedio mejor que el de muchas medicinas para mejorar la calidad de vida, para hacernos sentir vivos, útiles y valorados de nuevo. Nos evita entrar en depresión, nos anima y motiva a sentirnos seguros.

En nuestras vidas, un amigo cercano que se preocupa y nos procura, que nos llena con una calidez humana llena de confianza y respeto. Con él puedo ir al cine, a tomar café, a platicar a un parque o hasta leer un libro para después comentarlo; podemos pasar horas viendo fotos o contando anécdotas para recordar que mi vejez no es una razón para no esperar más de la vida, sino para seguir sorprendiéndome.


Ojalá más viejecitos como yo pudieran gozar de algo como esto, de algo que evite que en este país casi todos los adultos mayores tengan algún grado de depresión, o que el 12.3 por ciento de los ingresos de los nuestros a hospitales se deba a trastornos depresivos, según cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Nadie merece vivir en esas sombras; nadie merece morir sintiendo que no vale nada para nadie o que ha sido abandonado por aquellos a quienes amo durante sus años mozos.


Por eso Arturo no se conforma; sabe que para poder atendernos mejor es necesario prepararse más técnicamente. Con este propósito toma un curso en el Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición; con ello me siento más segura, porque sé que puede reaccionar mejor en caso de que me dé un colapso, algún trastorno del sueño o necesite cuidados especiales conforme avance mi edad y mis enfermedades.

Pero su chispa es también su esencia, ese trato personalizado que hizo que mis hijos confiaran en él. Se genera un vínculo no solo conmigo, como paciente, sino también con mis familiares. Un servicio como este debe ser completo, confiable y difundido para que haya más como él, como ese amigo que ha llegado para acompañarme en esta ciudad que no está hecha para los adultos mayores, que nos pone obstáculos.


Con Arturo me he dado cuenta que aún existen personas que pueden devolver la voz y esperanza a quienes la creíamos perdida. Me ha demostrado que la compañía, amistad, comprensión y paciencia, son armas poderosas que pueden regresarnos las ganas de vivir nuestra vejez de manera feliz y tranquila. Con él estoy dispuesta a seguir hasta donde ya no pueda, porque de algo estoy convencida: Soy Marisol Santillán, tengo 76 años y su compañía no me dejará morir sola.

 
 
 

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