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Hillary Trump, Donald Clinton y el exterior

  • Héctor Balmaceda S.
  • 31 oct 2016
  • 9 Min. de lectura

Hillary Clinton y Donald Trump han protagonizado su tercer y último debate, la penúltima campaña de esta guerra de la democracia electoral estadounidense. Ahora, quien logre coronarse y ocupar el trono del poder ejecutivo, le deberá al puesto a los votantes y a los lobbies que logren posicionarlo.


El candidato republicano optó por seguir con su línea característica: confrontativa, egocéntrica e ignorante. La de la demócrata fue, de nuevo: sobriedad, moderación y mente abierta. Todo lo anterior, por supuesto, apegado estrictamente a la línea discursiva de cada partido: los republicanos con su sello conservadurista; los demócratas, liberales.


Uno de los tópicos más relevantes, al menos para los que estamos de este lado del Río Bravo, es la política exterior, pues resulta que Estados Unidos (EE.UU.) posee adyacencia territorial con tres Estados: Canadá, Rusia y México.


Una de las ramas de esta materia es el asunto de la migración, rama que Trump domina con el discurso del odio y el miedo, arguyendo que la solución a la violencia y al tráfico ilícito es la construcción de un muro entre EE.UU. y México.




Una solución que parece lógica en el sentido favorable de la seguridad nacional, pero que contraviene a las relaciones diplomáticas entre vecinos, toda vez que anteponer una frontera dura significa sesgar en primera instancia el contacto diplomático sin contar el aumento de la militarización de la frontera. Sí, con todas esas disposiciones de seguridad, ya está militarizada de facto.


Clinton se mostró más abierta y afable al respecto, arguyendo la unidad familiar y abogando por una fuerza laboral necesaria. Estuvo de acuerdo en la deportación y en una legislación migratoria.


Le seguridad fronteriza siempre será punta de lanza en materia diplomática, por lo que debemos entender que haya un muro o no (de hecho, existe una valla, una cerca muy sólida), ambos candidatos tienen muy en claro que el borde mexicoestadounidense es uno de los más extensos y porosos.


Algo destacable que Clinton mencionó fue la cooperación energética transfronteriza en el tendido de una red eléctrica, lo cual hace notar los planes de los demócratas por insertar aún más a México en un complejo espacio geoenergético vertical, en el cual México sirva como la fuente de la energía y como consumidor, algo muy parecido a lo que pasa con las relaciones energético-comerciales de Rusia y los Estados centroasiáticos exsoviétivos (Ec-exs).


Un punto destacable de Trump fue la supuesta cooperación que entablaría con Moscú en materia contraterrorista, especialmente contra el Estado Islámico (EI), grupo subversivo que se encuentra movilizado a las puertas de una de las zonas de influencia de Rusia: el Levante Mediterráneo.


Recordemos que, desde los albores de la Guerra Fría, los contendientes del tablero mundial se han decantado por el empleo de mercenarios para formar grupos conocidos como proxies para emprender guerras subsidiarias contra sus rivales sin la necesidad de una declaración de guerra formal; y así, socavar las fuerzas armadas de sus oponentes, distrayendo la atención de otros temas. La Casa Blanca, en su momento, armó y financió a los talibán, ahora enemigo acérrimo de los intereses geopolíticos Occidentales en Asia Central.


Hillary Clinton no se mostró entusiasmada con la idea de cooperar con el presidente ruso Vladimir Putin, a quien se le puede asignar un triunfo geopolítico si en verdad Trump, de ganar la presidencia, recompone el sistema de seguridad colectiva de la OTAN.


En este punto, el debate se caldeó y Trump se encargó de colocar a Putin en el centro del debate, pues Clinton mordió el anzuelo y la discusión derivó hacia los fracasos de política exterior bajo el mandato de Clinton como secretaria de Estado.




Más allá de la romería en la que se trastornó el evento, los papeles se invirtieron al momento de que Trump señaló a los demócratas como los retrógradas y cerrados en las relaciones diplomáticas de Oriente, siendo el mismísimo Trump quien ha mostrado simpatía por uno de los dirigentes más relevantes en la lucha por el desplazamiento occidental en Oriente.


Trump es un revisionista del Orden Mundial de la postguerra, pues arguye que ha llegado el momento de dejar de proteger a aquellos Estados que tradicionalmente ha protegido el manto miliar estadounidense, Estados que, por supuesto, se han alineado a su política exterior y se han encargado de sostener la hegemonía de Washington en el orbe. Cabe preguntarse si esto no se presenta en detrimento de EE.UU. como la superpotencia que aún es. Clinton rechazó desarmar esas históricas alianzas.


Trump mencionó renegociar los tratados de libre comercio (TLC), pero eso contradice uno de sus pilares de campaña, el cual descansa en denunciar (instrumento de Derecho Internacional Público para señalar incumplimientos de los tratados que justifican la salida unilateral de la parte que denuncia y por tanto, anular los efectos contractuales resultantes de suscribir el tratado) el TLCAN. Luego recuperó la línea cuando mencionó que haría otro tratado, partiendo del TLCAN.


En cuanto al papel estadounidense en el Levante Mediterráneo, el candidato republicano hizo gala de una vasta ignorancia de la historia de Oriente Medio y de su complejo entramado geopolítico, arguyendo que Teherán estaba invadiendo Iraq [¿?], puesto que, según desde su desconocimiento de la materia, Irán ya había intentado invadir Iraq, cuando fue Bagdad la entidad que ordenó iniciar una guerra contra su vecino oriental.

Destacó que Teherán y Moscú eran más inteligentes que Washington y que los dirigentes demócratas eran tontos e incompetentes (sic). Si esto se le analiza comparando el éxito que han tenido uno y otro Estado respecto a la liza en Oriente Medio, de alguna manera Trump tiene razón.


También acusó al Departamento de Estado y a Clinton de haber orquestado la existencia del EI, pues Hillary Clinton nunca ha querido abordar el tema en ninguno de los debates e intentó que la candidata respondiera al respecto. Por su parte, Clinton sorteó el tema, dejando claro que es un tema sumamente delicado para la agenda estadounidense en Oriente Medio. La candidata se mostró ecuánime y meticulosa en sus intervenciones respecto a la problemática en Iraq y en Siria, arguyendo que el Pentágono debe emplear las fuerzas armadas necesarias para pacificar dichos territorios, pero que no se debe emplazar a ningún efectivo posterior a la planeada pacificación.


Otro punto a resaltar en el debate, es la retórica aislacionista de Trump, quien cuestiona el papel de EE.UU. en el sistema de seguridad colectiva del Tratado de Washington, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). El candidato sugirió que Washington debe replantear la participación equitativa como pilar para el funcionamiento de la OTAN y así recomponer el rol geopolítico de la misma.

Cuestionó también las alianzas históricas que mantiene Washington con los gobiernos atlantistas y aquellos de Asia Pacífico, ya que, según él, ya no es posible mantener el manto de seguridad militar que el gobierno estadounidense mantiene.


Lo anterior responde a un revisionismo poco común en las esferas republicanas respecto a la política exterior, ya que si bien los demócratas tienden a ser más críticos respecto del alto perfil militar de EE.UU. en el exterior; Trump ha dado un golpe de timón al considerar replantear las relaciones diplomáticas estratégicas en materia de Seguridad Internacional.


Lo mencionado anteriormente podría parecer contradictorio a la línea discursiva y operativa del Partido Republicano, sobre todo si en la ecuación intentamos encajar la estrecha relación de Donald Trump con la industria armamentística doméstica, industria que es un sector estratégico de la economía nacional estadounidense, cuya supervivencia requiere de las relaciones comerciales entre los aliados estadounidenses pertenecientes a la OTAN.


Eso sugiere reconsiderar el esquema de alianzas que se forjó en la postguerra (década de los 50 del siglo pasado), al caer el telón de acero que dio inicio a la Guerra Fría, alianzas establecidas para contener las pretensiones geopolíticas de Moscú para con el orbe; lo que en lo subsecuente dio paso al Nuevo Orden Mundial (que ya de nuevo tiene poco). Este Orden Mundial muestra a EE.UU. como la hegemonía global, gendarme de la Paz y la Seguridad Internacionales.


¿Qué pasa por la cabeza de Trump? ¿No se supone que el slogan de campaña republicano es “Hacer a Estados Unidos grande de nuevo”? Así como Peña Nieto, cabe preguntarse si su equipo de asesores es lo suficientemente competente. Puede que no, pero su postura para con el exterior no es del todo disparatada.


Trump se mostró respetuoso, incluso rigorista respecto a la constitución estadounidense, apelando a la voluntad de los Padres Fundadores. En lo sucesivo, no olvidemos este punto.


Thomas Paine, uno de los precursores del EE.UU. que conocemos hoy día, propugnó evitar alianzas con el exterior; Washington enarbolaba el contacto comercial como únicas relaciones exteriores. Jefferson y Monroe los secundaron. Woodrow Wilson lo implementó en serio al desproveer de la presencia estadounidense a la Sociedad de Naciones.


Ahora, el candidato a la presidencia del ejecutivo estadounidense retoma las ideas de los Padres Fundadores para volver a darle ese resplandor de grandeza a EE.UU.


Tal vez no, pero tiene una congruencia con el pasado estadounidense, pasado que veremos a través de un resumido pensamiento político estadounidense de los siglos XVIII y XIX.




El aislacionismo primigenio de EE.UU. cobra un enrome sentido cuando analizamos la imperiosa necesidad de reafirmar la independencia y la autonomía de las Trece Colonias, que en aquel entonces se amalgamaron en un emergente Estado que se rebeló contra la Corona y que unilateralmente proclamó secesión del Imperio del Reino Unido.


Hay que comprender la diferencia entre separación e independencia, pues la primera es el acto de dividir territorios (contemplando toda medida para efectuarlo) y el acto de independizarse radica en términos económicos.


La política exterior de EE.UU fue forjada por los Padres Fundadores, quienes sometieron a esta a prueba en el contexto de erigir un Estado independiente, autónomo y soberano, capaz de sobrevivir sin el tutelaje europeo y sin el intervencionismo de las monarquías europeas, lo que templó su efectividad.

Debe entenderse, también, que la política exterior estadounidense descansa en ciertos principios:

  1. Al Destino Manifiesto y el protestantismo, que brinda a cada estadounidense de la potestad de laborar, enriquecerse y ser feliz.

  2. En ese sentido, al capitalismo, más que ser una forma de producción, se vuelve un modus vivendi para el estadounidense, medio que fundamenta su derecho al abastecimiento y bienestar.

  3. Al pragmatismo y la actitud ventajista de temperamento puritano y la ética protestante que sustentan una suerte de teología empresarial expansionista.

  4. A la Doctrina Monroe, que establece que el territorio colonizado y todo aquello que suceda en el continente, en ambos hemisferios no es asunto de Europa.

  5. Al Corolario Roosevelt, pues los intereses de los ciudadanos estadounidenses deben defenderse incluso en el extranjero, lo que dota a la política exterior estadounidense de un aura de ultraterritorialidad.

  6. Así como a la necesidad personal e intransferible de la autodefensa, preñada en el ideario colectivo por el espíritu de frontera que en la actualidad se presenta y por el derecho inalienable de proteger a los propios.


Es así que la política exterior de EE.UU. cobra vida, mediante preceptos filosóficos basados en postulados de la Ilustración, merced de la Revolución Industrial y amén del aislacionismo.

Donald Trump ha establecido, entre otras propuestas, las siguientes:

  • Construir una frontera dura entre EE.UU. y México.

  • Repatriar a 11 millones de inmigrantes indocumentados.

  • Reducir la aportación económica a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (Washington cubrió el 72 por ciento de los gastos totales de la OTAN el año pasado).


No es raro que el gobierno estadounidense opte por el ostracismo en momentos álgidos, pero hoy más que nunca parece un sinsentido en tiempos del Brexit, de la expansión de membresías del a Organización de Cooperación de Shangai (OCSh) y cuando el crimen transnacional/multinacional es más activo y fuerte que nunca.


A EE.UU. lo hizo grande salir de sus autoimpuestos aislacionismos en momentos clave de la Política Mundial, lo que llevó a que este Estado se consolidara como potencia mundial, justo a la par de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).


Queramos o no reconocer, al colapsarse la URSS, que el gobierno estadounidense fue autor del ya caduco y llamado Nuevo Orden Mundial.


Hemos abandonado el unipolarismo; los actores internacionales se enfrentan ahora a una clase de prolongación de la Guerra Fría, o como si esta hubiese ingresado a otra fase luego de un impasse.


El sistema interpolar enmascarado de un añejo multipolarismo forma el Orden Mundial actual, junto con otros elementos y mecanismos; orden del que puede quedarse fuera EE.UU. si Washington cae en el ostracismo propuesto por Trump, lo cual dañaría a la política exterior estadounidense.


No soy pro Washington y no pretendo proponer nada, pero debo señalar, como internacionalista y como geopolitólogo, que este no es el contexto histórico para que EE.UU. se sumerja en un “autismo diplomático”. El aislacionismo es coherente, pero no razonable ni conveniente.


Ahora bien, llegue o no Trump a la presidencia del ejecutivo, la variable de análisis a integrar o a desechar es ese aislacionismo sinsentido. La política exterior seguirá siendo la misma, es invariable, ganen republicanos o demócratas.


La política exterior estadounidense es una estrategia a longue dureé, la cual parte de una lógica emanada, asimismo, de un proyecto de nación.


En realidad, no importa cuál partido político llegue a posicionar a su hombre en el Despacho Oval, pues la política exterior responde a un mismo interés nacional, el Interés Nacional de EE.UU. (Corolario Roosevelt, Doctrina Monroe), por lo que la política exterior es en realidad –como debería ser–una política exterior de Estado, no de partidos ni de facciones (como en México).


La política exterior estadounidense, más que ser bicéfala (o acéfala si Trump llega), es binaria, pues responde un tiempo a la vez y sólo en cuestiones diplomáticas, a aquello que llamaré planteamiento Franklin o a aquello que llamaré planteamiento Hamilton, pues los ejes y las directrices son paralelos al pensamiento de los Padres Fundadores.


Trump, de ganar la presidencia, podría implementar sus propuestas y permanecer en su postura y seguiría estando en la lógica histórica de EE.UU., mientras no caiga en el error de ser la marioneta de Vladimir Putin.

 
 
 

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