"Sí a las armas"
- Patricio Patiño
- 13 oct 2016
- 3 Min. de lectura

En días pasados, el panista Jorge Luis Preciado saltó al efímero estrado de los reflectores mexicanos. El motivo fue una propuesta que puede leerse como fiel reflejo de lo que Acción Nacional anhela ser en sus sueños más húmedos: el GOP gringo.
La propuesta del senador, en concreto, era legalizar la portación y posesión de armas para civiles, al interior de sus vehículos y negocios (en vista de que hoy, en teoría, sólo se permite en las residencias).
Argumentaba el legislador que con dicha propuesta se buscaba hacer efectivo el intuitivo derecho a la defensa del patrimonio y la vida propias. No obstante, la osadía causó tal revuelo entre las buenas consciencias, que nuestro héroe quedó solo tras el deslinde público de su partido al respecto.
Es natural que en el país haya pocos seguidores de una doctrina tan extraña. A la gran mayoría le suena lejana, exageradamente sofisticada y contraproducente. La legítima defensa no tiene arraigo suficiente para cosechar soporte significativo. Y mucho menos tiene en nuestro país una tradición estrechamente ligada con la derecha política contemporánea, como en el caso de nuestros vecinos.
Es así que la opinión casi unánime de los mexicanos se encargó de linchar mediáticamente las intenciones de nuestro ejemplar (empresarios, civiles y políticos). Y es que, por otro lado, la paz como instrumento ideológico sí que ha echado raíces.
Más allá de la ingenuidad que es presa de las tentaciones de discursos fáciles sobre la no violencia, hay que reconocer los argumentos más sólidos de los que no temen la beligerancia. El primero tiene que ver con el papel del Estado y el monopolio de la fuerza. En síntesis, ¿es conveniente dejar a los ciudadanos a merced de las voluntades de los poseedores “legítimos” de las armas? ¿Entidades con ese amplio poder, no son susceptibles de corromperse, y en esa medida, de dejarnos indefensos?
El segundo tiene que ver con las enseñanzas de la historia. No hay que investigar demasiado para darse cuenta que una de las herramientas más efectivas de los regímenes totalitarios ha sido hacer uso de un férreo control de las armas. Tampoco hace falta mucho ceso para entrever las intenciones de los acérrimos defensores del prohibicionismo que ha visto pasar nuestro país.
Personas como Hitler, Mao Tse Tung y el propio Díaz Ordaz alentaron con vehemencia el desarme de sus pueblos. Por otro lado, airadas defensas de esta causa vinieron desde agentes como el constitucionalista norteamericano James Madison, la constitución mexicana de 1857, y Vladimir Ilich Lenin.
Quiero insistir. La legítima defensa ciudadana no es poca cosa, no es una razón minúscula. Hoy puede argumentarse que las leyes y los Estados son garantes de nuestro pacto como sociedades de seres civilizados e inteligentes. Pero no podemos ser ligeros. En ese pacto nos va la vida.
El Estado tiene la obligación de proteger nuestras vidas y su integridad. Es esa la principal razón de su existencia. Cuando esta condición se pone en entredicho, es legítimo dudar de todo el pacto. Y para llevar al campo de los hechos esta duda, para verdaderamente disentir del poder establecido, es necesario poseer medios materiales.
En pocas palabras, para que un ciudadano pueda mantenerse dentro de un pacto social de forma voluntaria, es necesario garantizar que puede defender su derecho a existir como entidad viviente. Es necesario hacerle accesibles los medios materiales que le permitan repeler cualquier abuso contra su persona y patrimonio.
MISCELÁNEA
Consulta la propuesta del senador aquí. Para profundizar, una opinión fundamentada desde la ética liberal sobre las armas, aquí.