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"Políticamente correcto"

  • Patricio Patiño
  • 21 sept 2016
  • 2 Min. de lectura


Hay una opinión que se extiende rápidamente entre las personas promedio. Es aquella que va en contra de lo "políticamente correcto". Es decir, en contra de la inclusión y el cambio de paradigmas.


La sostienen, por ejemplo, quienes se disgustan cuando escuchan algo sobre feminismo u homosexuales, o cuando alguien menciona valores de izquierda. También cuando se escuchan cosas sobre altruismo, comprensión, inclusión y progreso moral en general.


A estas personas también les gusta defender lo "tradicional", lo que era, esos valores del siglo pasado con los que todavía crecieron. Gente que se acostumbró a ver mujeres calladas, animales maltratados y prácticas arbitrarias. Católicos confesos, quienes le hablan de usted a los mayores, quienes tienen más interiorizados los resabios de la moral pequeño burguesa; en suma, los que prefieren no inconformarse. Cobardes que siempre buscan el punto medio.


Podemos encontrarlos abundantemente al interior del Frente por la Familia, en el mundo laboral urbano, en las comunidades religiosas, al interior de diversos partidos políticos, y un largo etcétera. Simulan ser los adultos más adaptados a su entorno, pero la realidad es que solo han cedido a vivir sus vidas de forma heterónoma y casi siempre lejos del pensamiento.


Esta manifestación de la reacción destaca por su antipatía, su incongruencia y su mediocridad. Son aquellos que mucho opinan y poco emprenden (y por ende, se asustan de los acérrimos defensores), quienes privilegian la armonía sobre la verdad. Quienes viven totalmente a gusto con el statu quo y todo les es ligero en tanto perciban su mísera recompensa.


El gran cúmulo sin voz, la gran mayoría silenciosa, es la más peligrosa fuerza política jamás manipulada. Tiene sus orígenes en la cultura de masas del siglo pasado. Probablemente la primera capitalización de calado global a través de ella fue el alzamiento del tercer Reich.


A partir de entonces, lo político ha articulado como uno de sus grandes ejes a la propaganda, la retórica y la mercadotecnia. Nunca como hoy, el convencimiento es un arte que tiene tan poco que ver con la razón y tanto con nuestros procesos cognitivos más primitivos. Para muestra, un par de botones.




Para bien o para mal, este lucro político de los lugares comunes pone en riesgo la existencia de la disidencia tal como la conocemos, tan importante en el avance de la historia; mejor dicho, alienta el pensamiento unívoco por medio de la manipulación, y el consecuente oscurantismo.


Es cierto que es más fácil dirigir grandes grupos de personas con este tipo de estrategias, es también más sencillo consolidar comportamientos deseables para el orden. No es menos cierto que proceder de ese modo es injusto e inmoral. Presupone un engaño que puede y es a menudo usado contra los intereses de la mayoría. En pocas palabras, lo que este sistema oferta como democracia no es más que un conjunto de opresión barbárica diluida en poderosos sedantes.


Allá donde vayan, nunca será una mala decisión incluir en sus planes a los rechazados, a los diferentes, a los inconformes y a los invisibilizados (a los de verdad, no a los berrinchudos: a los que dan asco, a los enfermos, a los nihilistas, a los criminales y vagabundos, a los viejos, a los defectuosos y a los desviados). Gracias a todos esos desgraciados se engendrará el porvenir desde nuestro presente, sea cual sea.

 
 
 

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