"Corrupción, el mal necesario"
- Patricio Patiño
- 14 sept 2016
- 7 Min. de lectura

No conozco a nadie que esté interesado por la política, o desarrollándose en ella, que no se posicione públicamente contra la corrupción. No obstante muchos prefieren no mirarla, pasarse de largo si se les cruza, o incluso beneficiarse de ella en las sombras.
Existe cierto consenso en la opinión pública que diagnostica que esta situación de dobles estándares es la perdición de nuestra república. Pero ¿es llanamente una forma inmoral de hacer las cosas, o se trata de un problema más complejo? En este texto pretendemos investigar al respecto.
Sería bueno comenzar explicando que no todos los corruptos están conscientes de su corrupción. Los hay quienes ceden ante ella por mera supervivencia. O la toleran o son partícipes porque sus actividades lo requieren o hasta porque sus superiores lo ordenan. En este contexto, negarse a solaparla significa renunciar (injustamente, claro) a los objetivos últimos de cada quién, sean o no legítimos. Abundan los ejemplos.
Pensemos en un policía que ve en su empleo la mejor posibilidad de realización personal, además de ser directamente útil para su país. Pero en su empleo, los superiores le obligan a cumplir con una cuota ilícita de remisiones o aprehensiones, cuando no de dinero en efectivo. Como desea (o, por diferentes circunstancias, se ve forzado a) conservar su empleo, accederá, y a pesar de ello intentará seguir haciendo su trabajo de la mejor forma posible. ¿Tenemos derecho a increparle?
Pensemos ahora en un emprendedor que se ve forzado a sobornar al gobierno para constituir su empresa, o mejor aún, en una ciudadana agravada que quiere promover una denuncia y le ocurre lo mismo. En ambos casos, el sujeto en cuestión tolera lo indebido pensando que aquello que concretará necesariamente va a mejorar su vida y la de los demás.
O en un ejemplo más gris, podemos imaginar un político que acepta y reconoce a esos personeros corruptos que ocupan los asientos de la autoridad. Todo con miras a participar del proceso y hacer lo posible para sí mismo y para otros, o para “cambiar las cosas desde adentro”. En fin, puede rastrearse esta forma de proceder y la misma motivación en múltiples casos.

Pero en todos ellos, lo común es pensar a la corrupción como algo foráneo, algo ajeno de nosotros. Como algo transitorio que hay que sortear para lograr nuestras metas, una especie de paso intermedio, un trago amargo inevitable. Y lo más importante, casi todas estas caracterizaciones le adjudican un tamaño insalvable al fenómeno, una influencia que aplastaría cualquiera de nuestros intentos por oponernos.
Quienes piensan o actúan así, lo digan o no, asumen que la corrupción es enorme y poderosa, como (en toda la extensión de las palabras) un mal necesario. Quizá se imaginen (y no sin cierta razón) que ésta atraviesa todos los ámbitos de la vida nacional, y que hasta cierto punto es impensable que la sociedad funcione sin ella. En este sentido, hablamos de una corrupción asimilada, legitimada e incluso engranada a la perfección con los demás mecanismos del Estado. ¿De quién es la culpa de esto? O todavía mejor, ¿quién está capacitado para enfrentarlo?
La respuesta social, casi unánime, es nadie. Todos somos muy pequeños para cambiar lo establecido. Oponerse no sirve de nada. Si quieres prosperar, debes aprender cómo funcionan las cosas y adecuarte. ¿Quién te crees, pieza minúscula, para alzarte y desafiar un orden añejo, que lleva en pie mucho más de lo que tú tienes esperanza de vivir? Es México, güey, capta.
Ni siquiera el gobierno, si acaso ha tenido intención alguna vez de combatir la corrupción, ha podido hacerle frente con éxito. Más bien parece que, en una lección de pragmatismo, decidió hacer alianzas con la mafia, que hoy pagamos muy caro. En pocas palabras, en lugar de regular a los poderes fácticos, parece que el Estado ha decidido pactar con ellos para explotar más efectivamente a la población.
Nuestro país es mundialmente famoso por el sistema de castas que mantiene “discretamente”. Las estadísticas internacionales que nos colocan al frente en asuntos como homicidios (sin estar en un conflicto armado formal, es decir, con otra nación), obesidad, corrupción, ignorancia, desigualdad, impunidad, violación de DDHH, etc., no cesan de salir y dejan en evidencia la existencia de dos ciudadanías, una real y una ficticia. Dos clases sociales quedan desnudas, los privilegiados y los esclavos.
Entonces viene la resignación. “Por eso estamos como estamos”. Ni modo, o sobornas o no hay empresa ni denuncia. O aportas tu cuota o te corren. O te callas y te disciplinas con el partido, o no pasas de segundón, mandadero y cargador de portafolios. O nos das el dinero o matamos a tu hija. O al narco le gustó tu novia y se la van a subir a la troca, tú estate tranquilo para que no la maten. Quizás te opones a un asalto, por andar de valiente te dan un balazo, o te atropellan por irte en bicicleta a trabajar. Sin que por algo de ello caigan culpables.
Empero, esa cotidianidad no es la única secuela de la corrupción. Al mismo tiempo, los afectados se conciben a sí mismos por fuera de esta maquinaria que se imaginan. Todos los mexicanos siempre somos los buenos, los correctos, los respetuosos, etcétera. Siempre es el otro el que está fuera de la ley y el que nos ha forzado a romperla, momentáneamente. Y en tanto nos concibamos fuera, también nos disculpamos (y tampoco sin cierta razón) por no poder afrontarlo: no nos toca, no somos nosotros los del problema. Que los señores corruptos dejen de serlo, que la policía los persiga y que los jueces los encierren. A nosotros nos basta con seguir nuestra vida sin molestar, aunque sepamos que el asunto no es tan fácil.

Pero más allá de repartir culpas y penas, queda la cuestión del orden social. Esta situación nos introduce en una paradoja. Nuestra sociedad crea y respalda leyes que pretenden regular y mejorar el funcionamiento colectivo, pero al mismo tiempo esta sociedad se encarga de romperlas cada que ve sus intereses particulares en peligro. Todos sin excepción, comenzando por los políticos, pasando por los empresarios y terminando en los ciudadanos promedio. Y por si fuera poco, cada quien se encarga de desmarcarse como puede una vez cometidos los ilícitos. Siempre son los demás los errados o los injustos.
Es cierto que en muchos casos las reglas que se rompen son parte de sistemas obsoletos y poco funcionales, cuando no sucede que esas mismas reglas son un completo sinsentido, o hasta una corrupta tergiversación en sí mismas. Pero no deja de ser interesante que son reglas que supuestamente facilitan el correcto funcionamiento social. ¿Por qué entonces no funcionan correctamente en la sociedad? Y ¿Por qué entonces buscamos que la regla no se aplique a nosotros?
Aparte de la mala educación (patente, irrebatible) y la mala relación de los mexicanos con las reglas, quizá valga la pena barajar la siguiente hipótesis: Los mexicanos no consagran como leyes y derechos aquello que como sociedad puede esperarse que respeten. Y si se nos permite avanzar un poco en este supuesto, también cabe preguntarse. ¿Está mal quien rompe las reglas, o es la regla rota la que no funciona bien?
La verdad no (nos) resulta fácil responder a estas preguntas. Pero podemos dar algunos indicios. Por ejemplo, existe una ecuación popular dentro de los círculos de filosofía política y filosofía del derecho: “a mayor confianza, menor cantidad de reglas y más claramente expuestas”. ¿Será entonces una casualidad que en nuestro país tengamos un complejo sistema de leyes y reformas, muy numerosas y a veces hasta contradictorias entre sí?
Esto no es novedoso, desde antes de que México existiera ya había dos tipos de mexicanos, cada uno con su propio horizonte de confianza: mexicas y enemigos/súbditos, toltecas y bárbaros, calmécac y telpochcalli, criollos e indígenas, mestizos e indígenas, gobierno y pueblo, ricos y pobres, güeros y prietos, católicos y herejes, machos y objetos, empresarios y huevones, y un larguísimo etcétera.
Como en una sociedad dividida no puede existir total confianza, ni de que los pobres, humillados y desvalidos no roben y perjudiquen a los ricos y privilegiados, ni de que estos últimos no exploten o abusen de los primeros, o de sus tierras y recursos, entonces constantemente estos conflictos se han visto plasmados en leyes inoperantes, injustas y corruptas.
Desde nuestros primeros pasos como país existe un desfase entre lo que somos y lo que decimos que debemos ser. Se ha postulado la existencia de un país, pero se ha ocultado de forma deshonesta su constitución por dos clases de habitantes.
Al final del recuento, todo abuso institucional se encuentra culturalmente justificado en la creencia de que no todos somos iguales. En otras palabras, el racismo, clasismo, sexismo, fanatismo y otras patologías parecidas son las que continúan alimentando la corrupción y la segregación. Estos distintos criterios siguen operando para dividir a los mexicanos en dos grupos desiguales, y así hacen imposible la construcción de la confianza nacional que posibilite instituciones justas y funcionales.

El mexicano nunca ha sido llanamente un mexicano, o bien es alguien que merece una cara amable y todo el apoyo oficial, o bien se trata de una escoria que merece lo peor del sistema. Según sea el caso, si eres amigo o enemigo de alguien “importante”; si tu patrimonio te permite negociar privilegios; si naciste en una familia adinerada o bien posicionada, o si más bien naciste en una familia humilde y trabajadora; si puedes defender tus intereses o si necesitas ayuda para hacerlo; etc.
Así el comandante cree que sus cabos son gusanos, números que no merecen consideración, y los trata en consecuencia. Su opinión no vale porque están debajo suyo. Y el macho cree que las mujeres no valen más que para satisfacerle. O el magnate termina creyendo que los campesinos estorban. Mientras quizás el político concluye que deberíamos parecernos a Europa, o que solamente hay votos para comprar donde nosotros vemos numerosos paisanos en las condiciones más precarias e indignas.
Todos ellos son productos de nuestro sistema, son quimeras del capitalismo y el compadrazgo. Son la consecuencia natural de no haber entendido que no se pueden fabricar dos sociedades donde sólo debería haber una. Si queremos que haya mexicanos y queremos garantizar sus intereses, dentro mismo de los mexicanos no puede haber privilegiados y jodidos. Necesitamos que todos los mexicanos sean iguales ante la ley. Si no abolimos las castas, la corrupción seguirá siendo necesaria para mantenerlas, y la desconfianza seguirá siendo su combustible.