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"El libre discurso"

  • Patricio Patiño
  • 7 sept 2016
  • 2 Min. de lectura


Es bien cierto que cuando uno enarbola discursos en lo público, necesariamente se está expuesto a la crítica. Fuerte es quien la asimila sin más y logra extraerle sus valiosos jugos: aquella verdad que el otro, sea como sea que lo haga, pudiera estar expresando.


No obstante no es menos cierto que uno puede estar tentado a defender su punto de vista a ultranza, sobre todo si uno cree que se tienen buenas razones a favor. O peor aún, a sentirse vulnerado con señalamientos contrarios. Como si la disidencia se tratase de una acción vil o un atrevimiento necio. Desde este tipo de situaciones hasta la ciega agresión, hay una distancia muy pequeña.


La forma es fondo, por eso insistían los antiguos maestros: si lo que dices no es bello, útil o verdadero, ¿para qué decirlo? O poniéndolo en otros términos. Si lo que dices es verdad, ¿por qué no decirlo bellamente y para provecho de los demás?


Esto último es realmente difícil. Pocos son quienes pueden jactarse de hacerlo con dominio. Pero es necesario, e intentarlo garantiza largas y honestas relaciones.


Prestemos atención a la naturaleza bilateral de todo juego comunicativo: más allá de la libre expresión elemental, como mero grito o descarga, yace la posibilidad de hacer contacto significativo entre seres humanos. Es muy cortés y apreciable, si se habla, hacer que el otro escuche plácidamente (o mínimamente, no hacerlo sufrir de forma superflua), así le estemos anunciando un verdadero infierno. Y es muy cortés y apreciable, si se escucha, ser leal a lo más valioso en los dichos del otro, no tropezar donde hemos detectado que él tropieza. Mucho menos permitir que lo más tosco de su mensaje afecte nuestra disposición.


Este buen ánimo es estándar previsible entre los altos espíritus, y si se quiere, una norma de etiqueta para los de un mismo bando. Es la única forma fraterna de hacer fértiles las energías de un conflicto. Quienes no se manejan así, o bien ignoran o malentienden, o bien no son nuestros aliados. En sólo dos de estos tres casos es beneficioso servirse de la paciencia y la instrucción.


La libre expresión no sirve para nada como fin en sí mismo: es como aspirar a desgañitarse en un soliloquio. Hablar sólo tiene sentido si se habla para otro. Un contacto que de preferencia debe ser honesto y en buena lid; cuya libertad recae sí en el que habla, pero también en el que escucha. Una verdad encuentra sus peores venenos tanto en su deficiente enunciación como en su deficiente decodificación.

 
 
 

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