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"El problema del mal gusto"

  • Patricio Patiño
  • 10 ago 2016
  • 2 Min. de lectura


Levantar palabras altisonantes contra una gimnasta por su apariencia robusta, arrollar bicicletas con tu Audi 2008 (y portando gafas de sol, en un día nublado), vestir de pies a cabeza tapizado de logos de marcas exclusivas, creer que el feminismo es un capricho, pintar tu casa con los colores de tu equipo deportivo favorito, escuchar narcocorridos, y un muy largo etcétera. Todas estas cosas tienen algo en común: son de mal gusto.


Podemos definir al mal gusto como la preferencia por opciones chocantes, de baja calidad y de dudosas consideraciones morales. Pero ¿por qué es un problema?, y ¿quién soy yo para descalificar las preferencias de otros?


Por fortuna son cuestiones sencillas de explicar. Es un problema porque significa la concreción de la idiosincracia de los desinteresados. Es un reflejo de la desigualdad y la educación deficiente que asolan a una nación.


No obstante, el asunto no debe causar malentendidos. El mal gusto no distingue clases sociales. Uno puede ser elegante, sobrio y balanceado, o incluso excéntrico, atrevido y puntual sin grandes cantidades de recursos. Y a la inversa, uno puede ser un exagerado, ridículo, imprudente y ególatra, aunque se tengan al alcance las mejores herramientas.


El mal gusto es una cuestión más profunda, proviene directamente del carácter de las personas, y por ello resulta una ventana inmejorable para echarle un ojo a los valores del sujeto en cuestión. En pocas palabras, el mal gusto es un problema porque refleja la precaria moral y capacidad de apreciación de quien lo ostenta.


Naturalmente, estas no son cuestiones que le suceden a individuos aislados. Antes, estos individuos son el reflejo de la sociedad que los ha visto florecer. De modo que no es exagerado decir que cuando el mal gusto es el pan de cada día, hay razones para preocuparse.


Pero ¿desde qué posición puede alguien sentirse autorizado para criticar el gusto de los demás? Al final no se trata de decisiones individuales. Como he dicho, aquello que entrelaza las identidades no es más que un constructo social, el sustrato de donde se ha nutrido el individuo en cuestión.


Por ello, el mal gusto no se juzga desde un punto de vista particular, obedece a reglas que es mejor tener en cuenta. Cuestiones como moralidad, proporción, combinación, distribución, capacidad de juicio, etcétera. En este sentido, el mal gusto está más relacionado con un déficit en la percepción de la justicia que con una cuestión de preferencias. Sé que una aseveración tal puede levantar amplias sospechas. Ofrezco la siguiente prueba.


¿A cuántos de nosotros no nos duele el estómago, o sentimos pena ajena, o francamente rabia, cuando somos testigos de situaciones parecidas a las que he mencionado? Mi punto es que no es difícil saber cuando alguien está haciendo las cosas mal. Porque incluso a través de muchos marcos culturales, los seres humanos poseemos un sentido de lo correcto y lo incorrecto.


Otra prueba. Las expresiones más refinadas de toda cultura existente, suelen agradar a los individuos bien educados de otras culturas. ¿Será que el buen gusto también tiene reglas básicas? Nuestra respuesta es afirmativa.

Buen gusto en Medio Oriente

 
 
 

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