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"Filósofos inútiles"

  • Patricio Patiño
  • 3 ago 2016
  • 3 Min. de lectura


La filosofía es un saber muy apreciable, maleable y realmente útil. En las manos correctas es una poderosa herramienta que permite jamás volver a ver al mundo con un solo par de ojos.


Aquel que se ha hecho con bases sólidas del pensamiento es capaz de ver el punto débil en todas las perspectivas, así como de percibir sus ventajas: en su mejor versión, un filósofo es un experto para evaluar ideas, un juez implacable del tribunal de la razón. Se entiende entonces que, equipado con esta incomparable habilidad, su único límite sean los prejuicios de los que no se pueda deshacer, y que idealmente son pocos.


Paradójicamente, por lo general hay un gran trecho entre los individuos que poseen estos saberes y los que pueden resultar directamente útiles para su sociedad. No es enteramente culpa de los filósofos.


En nuestro país (que para nada resulta una excepción en el mundo, en estos casos) la academia está diseñada como una torre de marfil. En esa torre, alejada de la tosca realidad, estudiosos de las más diversas especialidades discurren y comparten sobre lo mal (o bien) que se encuentra el mundo y por qué ha fallado (o acertado). El resultado no es otro que tener un ejército de burócratas del saber, quienes devengan un salario por el simple hecho de seguir hablándole al aire (o entre ellos, que viene a ser lo mismo) desde la tranquilidad de un poltrón.


Ahora, no se puede ser tan ingenuo como para pensar que no es un esfuerzo de Estado el que se ejerce para alejar a los más letrados de los asuntos pragmáticos. ¿Cuándo fue la última vez que se vio a un filósofo haciendo política, liderando masas o partidos? ¿Y la última vez que se les alentó para comenzar una empresa o conformar una asociación civil? ¿En qué momento incluye la enseñanza de la filosofía la invitación a utilizar esas potentes habilidades como fundamento de actividades con una incidencia concreta?


En este sentido también puede decirse que la academia es una institución anquilosada, vertical y ociosa. Claro que todos pueden opinar, pero en última instancia es más seguro tomar por buenas las razones (y actitudes) de los más autorizados. Ni siquiera debe pasar por las mentes inexpertas la intención de innovar, eso les costaría el exilio de la (cada vez menos) privilegiada minoría de intelectuales. Tener la osadía de proponer ideas originales antes de poseer cierta jerarquía, es tanto como exigir la suspicacia de los colegas; del mismo modo, buscar la incidencia propia en los hechos equivale a "dejar de hacer filosofía", como si la forma de vivir no fuera la expresión más acabada del pensamiento.


Así, los colegios de humanidades se degradan en cortes de vasallos. Vasallos temerosos de perder su plaza en ese estrecho mundillo, tan alejado de las necesidades de su país (e incluso las necesidades propias) y tan cercano a la satisfacción de criterios externos.


No es de sorprender entonces que los cerebros que no alcanzan a fugarse a otros países (para hacer esencialmente lo mismo, pero supuestamente con un poco más de holgura y bienestar) terminen seduciendo personajes u organizaciones con algún coto de poder para pensar por ellos, en el mejor de los casos; o bien que se dediquen a publicar textos (poco leídos) mientras se encuentran lúcidos, existiendo entre la medianía y la resignación.


Pero en el peor (y tristemente más frecuente) de los casos, el filósofo está condenado a ser absorbido por el laberinto de ideas en el que se ha metido. Como si se tratara de una camisa de fuerza, algunos hombres permanecen aprisionados el resto de sus vidas por los pensamientos que los impactaron con gran fuerza en su tierna juventud. Algunos de ellos terminan desequilibrados (sin saberlo), obsesionados y/o desempleados. Sin otra cosa que les interese más que los fantasmas que asolan sus cabezas. Éstos seres se ostentarán como los portadores de la verdad y terminarán siempre al margen de los hombres de su tiempo, ejerciendo como críticos y (aunque nunca lo confiesen) buscando seguidores incondicionales (de hecho, es este el milenario paradigma del filósofo).



Esos y muchos otros son los peligros que acechan a quienes aceptan el reto de sumergirse en la teoría. Esas y otras tantas son las razones por las que no podemos ver a la mayoría de esos grandes cerebros haciéndose valer por sí mismos en el acontecer cotidiano. Pero debe cambiar, y es una lucha que debe provenir del seno mismo de la comunidad teórica.


Si hay un país en situación crítica, exigiendo la innovación de los más capaces, ese sin duda es el nuestro. Si hay condiciones extremas que requieren un replanteamiento del futuro, son las de hoy. Hay que cambiar la pluma por el martillo, o como decía un viejo sabio "dejar de contemplar el mundo y empezar a transformarlo".

 
 
 

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