"La muerte de la fiesta"
- Patricio Patiño
- 13 jul 2016
- 4 Min. de lectura

Víctor Barrio era un talentoso muchacho de 29 años que había decidido dedicar su vida a la fiesta nacional de su patria. A su edad ya llevaba sobre hombros varios triunfos. Pero por obra de una cornada brutal y precisa, el matador perdió la vida poco después de haber ingresado a la enfermería de la plaza de Teruel el pasado 9 de julio. El diagnóstico fue que nunca hubo mucho por hacer.
El toro de la ganadería de Los Maños le atravesó el pecho de lado a lado, le desgarró una arteria y le perforó parte del corazón. El dolor fue evidente en la mirada de Barrio desde los primeros momentos. Poco después vinieron las lamentaciones de todos los entendidos y simpatizantes, pero también de los que lograron mirar por encima de sus diferencias y reconocerle mientras sufría uno de los momentos más sobrecogedores que puedan ocurrir a cualquiera.
Quienes lograron sentir el mismo suplicio que se percibe en los últimos alientos de Barrio, no tendrán problemas para reconocer que la muerte es una de esas cosas que nos acercan como seres humanos, porque nos pasa a todos y porque la sufrimos y aborrecemos por igual. Aunque casi siempre llega demasiado pronto, que le haya ocurrido a un joven con un porvenir tan prometedor resulta indiscutiblemente lamentable.
Por poco que se simpatice con el mundo de los toros, deberíamos tener muy claro que una vida humana vale mucho más que la de cualquier otro ser vivo. Quien pretenda lo contrario resultaría hipócrita o de pocas luces.
Además de que es algo que parece intuitivamente correcto, es cierto que la mayoría de las personas prefieren ser consideradas por otras personas de mejor manera que otro ser no humano, tal y como ellos se consideran a sí mismos respecto de éstos.
Nos parece funcional y legítimo apelar a esta suerte de pacto tácito de especie. Millones de años de evolución lo respaldan. Por ello, hacer mofa del deceso de un torero, y probablemente de cualquiera que muera en cumplimiento de sus sueños, es aberrante.
Pero también hay que reconocer que eso no significa en modo alguno que estemos moralmente autorizados para disponer de las vidas de los demás seres vivos como mejor nos plazca, menos aún si hemos comprobado que dichos seres sufren a causa nuestra.
Aunque pueda debatirse largamente al respecto, si se admite la gradualidad en este conflicto, podemos establecer que llevar a un animal a pelear por su vida como un espectáculo cuyo culmen es su inminente derrota, aparece mucho menos adecuado que simplemente matarlo para alimentarnos a su costa. Si bien, ninguna de estas opciones resulta completamente permisible, no está demás enfatizar que el criterio relevante viene dado por el sufrimiento innecesario.
La lidia de toros es un espectáculo de profundas raíces y larga tradición, hermano de las peleas de otros animales (que, no es casual, ocurrían en establecimientos sumamente parecidos a las plazas de toros), e incluso pariente de las antiquísimas peleas de esclavos y guerreros a usanza de las antiguas civilizaciones como Roma.
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Afortunadamente hoy en día muchas de estas actividades están prohibidas y mal vistas por la mayoría, consideradas obsoletas y lesivas. Es decir, está demostrado que se puede prescindir de valores culturales similares con miras a erradicar la crueldad. Es un sacrificio que quizás merezca la pena, y que seguramente nos evitaría tragedias como la de Víctor y Lorenzo (nombre del toro, que por supuesto fue inmediatamente finiquitado por Curro Díaz).
Ahora no podemos decir lo mismo de, por ejemplo, la industria cárnica, pero podremos decirlo muy pronto. No hace mucho se ha construido una hamburguesa con carne elaborada in vitro. Carne que jamás fue parte de un animal, pero que fue creada a partir de células animales. Es un avance y debe ser capitalizado para desplazar la producción basada en la violencia, para cubrir su demanda efectivamente. Sólo entonces será inaceptable comer carne que formó parte de un animal que sufrió para nuestro placer, y seguramente dejemos de hacerlo.
Así como hace muchos siglos se creía que los bárbaros y esclavos no tenían alma y que podía disponerse de ellos cual objetos, conservábamos hasta hace muy poco tiempo la idea de que los animales no podían sufrir. Por fortuna, ambas ideas se han refutado.
Actualmente estamos cerca de probar que las plantas también tienen una manera de sufrir cuando ven dañada su integridad. Esta posición nos regresa inevitablemente a aquella preferencia de especie originaria que tanto critican los activistas amantes de los animales. La razón es sencilla: toda forma de vida necesita la destrucción de otros seres para conservarse, y no hay mucho que podamos hacer al respecto.
Excepto reconocer que podemos prescindir de muchas actividades que infligen daño a otros y a nosotros mismos; hacer como los demás seres, que nunca atentan contra otro por el mero placer de hacerlo, y mucho menos pelean entre sí o con otros por mero divertimento. La muerte de la fiesta se acerca, poco a poco la exige el progreso del conocimiento que acumulamos sobre nosotros y nuestro entorno.
