"La época del miedo"
- Adán de la Cruz
- 12 jul 2016
- 3 Min. de lectura

El mundo se ha preguntado continuamente si la naturaleza del ser humano es ser violento. Se nos compara con otras especies, se han comparado diversas particularidades y, pese a lo centenaria que es la pregunta, continúa el debate sobre si el actuar del hombre responde a impulsos intrínsecos a su evolución histórica (en millones de años).
No obstante, en los últimos 15 años se ha propagado con mayor fuerza la idea de que el ser humano es violento por naturaleza, por lo que nos debemos limitar a neutralizar: neutralizar los efectos de la guerra, a aprender a tolerar los enfrentamientos, a enfriar las relaciones con los vecinos y a hacer “paz caliente” donde no ataco a nadie pero me armo por si es necesario.
Sin embargo, es científicamente incorrecto afirmar que es herencia de nuestros “antepasados animales” la tendencia a hacer la guerra. La conducta de la caza, por ejemplo, no puede ser equiparada a la guerra. Es cierto; en el mundo animal ocurren peleas a gran escala, pero son raros los sucesos conocidos de destrucción organizada en grupos de animales de la misma especie, y en todos ellos, no se ha informado del uso de utensilios diseñados para herir a la amenaza, como son las armas.
Además, aunque los seres humanos tenemos la exclusividad de la guerra, es bien conocido en estudios antropológicos que hay civilizaciones que no se han enfrascado en guerras durante siglos, y muchas otras lo han hecho únicamente durante ciertas épocas (cuando las condiciones socioambientales daban lugar a la detonación de conflictos), dando lugar, como una posible conclusión, a que la guerra es histórica y culturalmente viable, pero no latente en la conducta del ser humano.
Por esa razón, por más convulso que veamos al mundo, por más cálido que aparezca el mapa de conflictos, la violencia en el humano no está genéticamente programada.
Sí, los genes participan en todas las funciones del sistema nervioso, e incluso pueden potencializar algunos impulsos y emociones reflejados en respuestas tales como la agresión, pero actúan solo como una potencialidad que puede ser expresada en conjunción con estímulos del medio ambiente, tanto ecológico como social. La suma de la interacción entre “el gen” y el aprendizaje es además moldeado por la conducta y la personalidad. Así, en suma, los genes toman parte de las capacidades conductuales, pero no las determinan inequívocamente. Por tanto, sería incorrecto afirmar que en el curso de la evolución ha habido una selección de la conducta agresiva (donde “sobrevive el más fuerte”) sobre otras conductas, porque es todo lo contrario: el grado de dominancia y supervivencia en un animal se ha adquirido (y mantenido) por habilidades conductuales, de cooperación y socialización.
Para concluir, la biología no condena a los seres humanos a la guerra, por lo que podemos pensar que es falso el pesimismo pseudocientífico (que leemos en muchos medios, en muchos analistas, en muchos estudios) que parecen dar pistas de que el mundo violento jamás se va a acabar.
Sin embargo, este desarrollo es para señalar que sí vivimos una época de miedo más que de violencia. El miedo se cultiva con una buena dosis de ignorancia y otro tanto de incertidumbre.
No deja de crecer la idea de que el mundo “no alcanzará la paz”, nunca conocerá un mundo sin guerras y jamás tendrá en sus manos el destino de consolidar una ruta que le permitirá el libre desarrollo social, económico, ambiental y cultural.

No obstante, se requiere trabajar para la paz. El mundo, este herido, lacerado, triste y repleto de sucesos terroríficos, necesita una bocanada de paz. Pero trabajar por la paz no solo es posible a través de instituciones y de colectivos; también requiere de la conciencia individual de los seres humanos, donde no solo los factores de ignorancia e incertidumbre son determinantes, sino también el del optimismo y el pesimismo. Sólo nunca olvidemos que la misma especie que inventó la guerra, es la misma que es capaz de inventar la paz.
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