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"¿VIVIMOS MEJOR EN MEGALÓPOLIS?"

  • Patricio Patiño
  • 3 jul 2016
  • 5 Min. de lectura

Se considera una megalópolis a la conurbación que funciona de forma sistémica y que consta de varias ciudades accesorias menores de carácter industrial, cultural o político, y usualmente alguna gran ciudad central (o más) que concentre los poderes administrativos más importantes.




Ejemplos interesantes resultan los conglomerados urbanos en torno a Nueva York (cuya zona megalopolitana es conocida como BosWash), Hong Kong (conocida como el Gran Delta del Río Perla) o Ciudad de México (conocida como la Zona Megalopolitana del Valle de México), tanto por el gran número de habitantes como por la todavía pujante urbanización alrededor suyo, además de la gran cantidad de factores locales específicos que las llevan a formar parte de la lista de los centros globales.



Me gustaría primero destacar su característica estructura fractal (imagen 1, 2 y 3), lo que a mi juicio demuestra la estrecha conexión que mantienen con otras manifestaciones autoorganizadas del entorno.


En otras palabras, mucho de lo que nos explicamos en términos contemporáneos en otros campos del saber, es inseparable de las explicaciones sobre las megalópolis, comparte dinámicas y procesos con ellas.


En este sentido, no hace daño imaginarse a las megalópolis como colonias de hormigas, un tornado, o como la formación de una costa. Es un hecho que todos estos desarrollos están determinados por una combinación de factores exacta. Pero esos factores mismos son imposibles de determinar antes de que sucedan.


Para que algunos de ellos ocurran, es necesario reunir características de un número de variables cuya probabilidad depende únicamente de sus valores inmediatamente anteriores, y en cuya infinitud de posibles combinaciones radica su mencionada indeterminabilidad.


Pero ¿Qué pudo haber dado origen a estos enormes nodos de nodos de actividad humana? El mejoramiento de las condiciones materiales ligado a cierto crecimiento e idiosincrasia de la población.


Dicho de otro modo, las megalópolis en buena parte son consecuencia de la forma de vida que ha adoptado la humanidad a través de su práctica diaria, por lo general consecuencia de políticas de Estado orientadas hacia ciertos objetivos (como el crecimiento económico).


Tanto de los problemas como respecto de las soluciones que planteaba el desarrollo de las ciudades en sus primeros tiempos, hoy día aquellos valores centrales siguen siendo vigentes, incluso más importantes que entonces.


Cosas como la interconexión, la tolerancia y apertura, cierta comodidad material y un amplio desarrollo multicultural siempre han sido características altamente valoradas en una ciudad.


A la par, las tendencias de las ciudades respecto a los asuntos políticos, económicos, sociales y culturales han ganado importancia desde entonces, y no parece que esta realidad vaya a revertirse durante mucho tiempo.


Aunque la faceta actual es un tanto más cruda. Gracias al fomento del comercio y la producción en crecimiento, se tiende hacia la urbanización caótica, hacia los servicios y telecomunicaciones masificadas de bajo costo; pero también hacia la especialización regional y la explotación de los recursos más accesibles (que no los más convenientes).


Asimismo, por ser las megalópolis consecuencia de procesos llenos de matices, con episodios oscuros y barbáricos, pero también con momentos luminosos, podemos entender que planteen ciertos inconvenientes y ciertas virtudes para las personas.



Por ejemplo, en el mejor de los casos, vivir en una megalópolis suele implicar insertarse a fondo en las dinámicas del capital y el Estado para cualquier actividad que desee realizarse; se acepta así una imposición jerárquica sobre las localidades y se reconoce la preeminencia del centro, pero también significa encontrarse con oportunidades y personas que han estado expuestas a flujos más intensos de productos culturales diversos, así como mejorar sustancialmente la calidad de vida respecto a los bienes, derechos y servicios que en promedio están disponibles en las comunidades alejadas de las urbes.


Sin embargo, hay cifras (por ejemplo en Nature, 2012) que indican una tendencia al malestar psicológico en los habitantes urbanos, y también parece haber consecuencias negativas para el tejido social por las dinámicas económicas que dan origen a estos asentamientos y que tienden a canalizar las necesidades de la vida humana a través de mecanismos de consumo y oferta, reduciendo así cada vez más la dimensión social humana a una faceta del mercado.


La mayor expresión de esto puede observarse en los barrios urbanos frecuentemente divididos por clase social, incluso por actividad económica. Y cada uno de ellos a su vez dividido en casas habitación, fábricas, negocios, instalaciones administrativas y de gobierno, y espacios públicos decaídos o en extinción, según la prioridad de actividades en la zona.


Pensemos, por ejemplo, en los barrios de las zonas financieras de alto perfil en contraposición a los barrios donde se comercia con sustancias, productos y servicios ilegales. Pensemos en los grandes rascacielos y en los precarizados barrios dormitorio o en los barrios netamente comerciales o turísticos que durante horarios inhábiles quedan completamente abandonados; o en las urbes industriales construidas para proveer de materiales a la ciudad central.


Estas son las divisiones urbanas a las que nos referimos, contrapartes interdependientes del mismo proceso. En cada uno de esos lugares, las dinámicas y protagonistas del poder, el comercio y la socialización resultan ampliamente disímiles.


Esta valoración mixta de positivos y negativos, imbricada en complejas relaciones, nos hace pensar que la solución de los problemas no se trata de buscar alguna alternativa para eludir estas dinámicas. Se trata más bien de comprender a fondo lo que sucede como consecuencia inexorable de nuestro proceder colectivo y de intervenirlo de forma responsable para eliminar sus dificultades más críticas.


Viene bien entonces hacerle frente a ese clásico maniqueísmo caricaturesco que suele oponer a las megalópolis contemporáneas una clase de nostalgia (a veces frontal, a veces velada) por el retorno a comunidades preurbanizadas, como si con ello se pudiesen erradicar los problemas que ahora nos aquejan como especie y lográsemos una suerte de reintegración natural armónica.


No obstante, su preocupación original es legítima: si algo es crítico de la forma de vida humana contemporánea es su carácter insostenible. Deben modificarse las reglas que lo posibilitan. De modo que para afrontar los problemas que las megalópolis plantean, se requiere al mismo tiempo mantener y ampliar sus soluciones para obtener un resultado satisfactorio.


Por ejemplo, para aumentar la sustentabilidad de las mega aglomeraciones humanas, pueden tomarse ciertas medidas en torno a la reducción de desechos, la ampliación del reciclaje, el cambio hacia un sistema pensado para las energías verdes, etcétera. De hecho, algunas ciudades (dentro y fuera de conglomerados megalopolitanos) ya han comenzado a actuar en consecuencia.



Desde prohibir el unicel, el agua embotellada o los popotes, hasta hacer extremadamente costoso e incómodo el uso cotidiano de un automóvil particular (obviamente acompañado de un servicio de transporte público de primera categoría), lugares tan alejados uno de otro como San Francisco, Singapur, Nueva York, Paris o Tokio, y muchos otros más, ya están actuando para preservar y aumentar la calidad de vida de sus habitantes, aún contra los intereses de poderosos capitales (desde la misma industria del automóvil y los combustibles fósiles, hasta la del tabaco).


No menos importante va a resultar seguir acortando las distancias. Por ejemplo, fomentando la pertenencia barrial o creando la infraestructura urbana adecuada para el peatón y el ciclista, quizá podríamos comenzar a ver un florecimiento de pequeñas comunidades al interior de los inmensos desarrollos urbanos.


Centros pequeños originarios, que podrán recobrar su antigua importancia entre más se extienda el acceso a los servicios y comodidades de vanguardia: fábricas, iglesias y otros inmuebles históricos convertidos en centros culturales, museos o espacios públicos pueden fungir como ejemplos sugerentes.


Peatonalización y ciclovías en la mayor cantidad de calles posible, rehabilitación del espacio público y una fuerte inversión en transporte colectivo serían imprescindibles. Un incremento de las opciones de consumo, el aumento sustancial al financiamiento de emprendedores, y un plan de incremento para el acceso de internet podrían ser buenos auxiliares en ciertos lugares.

En suma, una vía conveniente para migrar de un esquema megalopolitano jerarquizado, excluyente, insostenible, cruel y estresante, es optar por la redistribución democrática (demográfica) de los bienes y servicios.


Lo que no quiere decir otra cosa que hacer de cada barrio un centro para sus habitantes, poner al alcance de todos ellos los satisfactores de cualquier necesidad. Hacerles cercanas las herramientas para construirse una vida en común de calidad.

 
 
 

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