"JUSTO SIERRA VS CHE GUEVARA, DOS MODELOS DE UNIVERSIDAD"
- Patricio Patiño
- 1 mar 2016
- 5 Min. de lectura
Hasta el viernes pasado, este texto iba a ser una intensa diatriba contra los ocupantes del auditorio Justo Sierra (rebautizado años atrás por otros ocupantes como “Che Guevara”) de la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL), el más grande y ostentoso del campus central de la UNAM. Y también contra las autoridades universitarias que han permitido esa ocupación, pensaba yo, cómodamente y en detrimento de los demás integrantes de la comunidad en torno a la Facultad.
Pues la ocasión más reciente donde las dificultades que acarrea este conflicto fueron patentes para todos se dio el pasado jueves, a raíz de la aprehensión de Jorge Emilio “Yorch” Esquivel Muñoz, en circunstancias opacas, por decir lo menos. La reacción de sus colegas y simpatizantes, tomó por sorpresa a las personas ajenas al asunto pero relacionadas con la FFyL y con la UNAM en general. Como hace mucho no se veía, la reacción mayoritaria en torno a “Yorch” no fue de empatía, sino de escarnio y desdén. Lo mismo para quienes se manifestaron enardecidos por el suceso.

Al margen de la discusión sobre este conflicto puntual, que da pie a plantear preguntas importantes (por ejemplo, ¿por qué aprehender y procesar a este “narcomenudista” en específico, tan rápido, mientras otros mucho más visibles operan y han operado rampantes?, o ¿por qué la PGR se niega a mostrar los videos de la “detención”?), deseo referirme al conflicto original del auditorio.
Primero, ¿por qué he desistido de mi diatriba? En buena medida lo debo al trabajo del historiador, egresado de la misma FFyL, Javier Yankelevich; en concreto a su tesina titulada “El auditorio en la encrucijada” (2010), y que, tengo entendido, presentó en Francia para acreditar una maestría. Un texto ameno y esclarecedor, por demás recomendable para pensar el conflicto en muchos sentidos, pero sobre todo, para hacernos un retrato más justo y detallado de las motivaciones de los involucrados y de sus vaivenes recientes.
Durante los más de quince años de ocupación del inmueble, ha habido numerosos intentos para devolver el auditorio a la administración regular, bien orquestados por funcionarios de la UNAM, o bien por sus propios estudiantes y académicos. Colectas de firmas, manifestaciones, asambleas, cartas, diálogos y un largo etcétera. Todo ha sido en vano.
El mismo Yankelevich reseña que, hasta donde se tiene noticia, el auditorio es el inmueble de más larga ocupación en el mundo. Según parece, dentro del movimiento “okupa” (o squatting, como es conocido en inglés y como es referido por el académico) de inspiración anarquista, el promedio de ocupación efectiva de un inmueble por parte de activistas no suele rebasar los meses de duración, en casos excepcionales se habla de dos años.
En este entendido, los casi dieciséis años de mantener este auditorio “en rebeldía”, contra la voluntad de los más cercanos a él, imponen algo de respeto. En resumen, el primer paso es no hacer del adversario una caricatura o un hombre de paja, por más que así lo pinte el imaginario colectivo.
¿A qué deben su efectividad estos grupos? Dos son las razones de peso. La primera es el estigma que pesa sobre las intervenciones policiacas en la Universidad, y más preocupante todavía, cómo se asumiría el pleno control cuando las fuerzas del orden se retiren. Creen las autoridades, no sin razón, que desatar la violencia en este conflicto tendría consecuencias imprevisibles.
La segunda razón tiene que ver con las redes de apoyo de los ocupantes y su situación en el auditorio. Básicamente, el control del espacio representa un medio de vida “digno, rebelde, alternativo y popular” para muchos de sus ocupantes, y para muchas otras organizaciones afines y externas a la UNAM (se sabe, por ejemplo, que el EZLN les reconoce como aliados). Todos ellos no dudarían un segundo en reunirse para recuperar el inmueble (y con él, su modo de vida), a cualquier precio, si en algún momento se les arrebatara.
Por otro lado, no se trata únicamente de un conflicto por el usufructo y sus consecuencias. El desenvolvimiento de los ocupantes y sus simpatizantes en contraposición con el de los opositores a la ocupación, incluidas las autoridades, también es elocuente. Como en toda guerra, ambos bandos están convencidos de abanderar una causa alta y honorable contra la injusticia de unos pocos. Ambos reivindican tradiciones, victorias y avatares en torno al auditorio.
Del lado de la oficialidad viene a cuento aquel “glorioso pasado del majestuoso auditorio”, que recibía lo mismo a Habermas que a Octavio Paz o Foucault; lugar donde había un nodo importantísimo de conexión internacional para los humanistas nacionales, sin olvidar la cotidiana vida cultural que otrora albergaban sus muros. Desfilaban por él compañías de teatro, orquestas, cine de autor, y un sinfín de propuestas de calidad para el enriquecimiento de los usuarios.
Del lado insubordinado se apela a la tradición “de lucha” en torno al auditorio, a su papel como sede principal de las huelgas y movimientos sociales de gran calado en la UNAM (68, 86 y 99 principalmente), y a su configuración como un espacio de corte igualitario, accesible a todos sin excepción; a diferencia de la tramitología común, hoy el inmueble se utiliza sin necesidad de nada más que un buen proyecto que se enmarque en hacer accesible la cultura todos, o que promueva la autonomía y la autogestión, pero siempre al margen de la supuesta autoridad y con simpatía del grupo ocupante.
Para unos, se trata de cierto espacio invaluable y profanado, que debe ser restituido a sus legítimos señores. Un espacio vejado que debe volver a sus mejores días e incorporarse a las actividades para las que fue concebido. Para otros, se trata de un espacio que le fue arrebatado a una élite, que hoy gestionan contra las voluntades excluyentes en favor del pueblo. Un espacio que hace accesible la Universidad a quienes no tienen nada, que esparce educación de utilidad y que para muchos constituye el único medio para construir una vida aceptable. Un símbolo de que resistir es posible y fructífero, de que hay que atreverse a tomar lo propio para verdaderamente subvertir.
Los primeros prefieren llamarle Justo Sierra. Tienen bien claro el funcionamiento de la Universidad y están de acuerdo con él. Aducen que se trata de un espacio eminentemente educativo y que debe su provecho al alumnado, los académicos y los trabajadores. Saben que las instituciones y la mayoría los respaldan, sea por verdadera convicción, por costumbre o por un fuerte sentido de la legalidad.
Los segundos prefieren llamarle Che Guevara. Tienen bien claro que la Universidad no funciona como debe, que perpetua la creación de elites y que les desvincula de las necesidades mayoritarias. Y también tienen claro que van a contracorriente, arriesgándose a ser aplastados por su osadía. El cuestionamiento de esta postura va hasta las raíces mismas de la Universidad, y para ello están dispuestos a poner el cuerpo.
Donde unos persiguen el cabal apego a las formas porque es (supuestamente) lo justo, otros pelean por la construcción de una Universidad que trabaje por y desde los más desfavorecidos (supuestamente); estos prefieren la autogestión, el tacto y la localidad donde los otros valoran la relevancia internacional, la calidad y el oropel. En suma, asistimos al choque, violento en muchos sentidos, entre dos proyectos políticos y sociales. Ahí, en el centro de la vida estudiantil, asistimos a la manifestación de sus contradicciones e incomodidades irreductibles. Dos realidades advierten inmediatamente a los humanistas de las problemáticas de su país.