"LA AUTOMEDICACIÓN EN EL MUNDO ANIMAL: ZOOFARMACOGNOSIA"
- Patricio Patiño
- 4 jun 2015
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H. Caleb Lagunas Rojas
La automedicación se ha intentado combatir ya desde algunos años por las oscuras consecuencias que trae el uso de ella, pues, sin la menor responsabilidad, puede ocasionar desde una intoxicación o agravamiento del padecimiento original hasta la muerte.
Hace aproximadamente 3 décadas la ciencia se vio involucrada en un hallazgo muy poco convencional. En un estudio enfocado en el comportamiento de delfines australianos del género Tursiops, algunos animales de presunta “inteligencia indiscutible” cargaban precisamente en el tapón nasal, esponjas (Echinodictyum Mesenterinum) que impedían realizar sus movimientos cotidianos, e incluso emitir y recibir sonidos que utilizan para orientarse y encontrar su comida en el azul inmenso, es decir, la ecolocación.
Una de las primeras hipótesis que se generaron fue que utilizaban tales poríferos como un tipo “botiquín de bolsillo” con el fin de obtener de ellas ciertos compuestos que al fin y al cabo pudieran ser medicinales; con ello, los delfines de la Bahía Tiburón en Australia le regalarían a la industria farmacéutica enormes ganancias al apropiarse de esponjas naturales que podrían ser un producto que la sociedad posmoderna en general: sin duda compraría en pleno periodo en el que el derecho a la salud es más bien un negocio, pues si bien el estrato social en cuanto a más bajo poder económico se refiere no lo pudiera comprar, el crédito financiero existe.
El concepto de zoofarmacognosia se utiliza en la comunidad científica desde que fue el término propuesto por el bioquímico Eloy Rodríguez para referirse a la posible tendencia de varias especies (identificada hace más de lo que millones de biólogos, médicos y químicos pudieran aportar) para utilizar a otros miembros del reino animalia como insectos y pescados, plantas y hasta los minerales u otros componentes del suelo, para extraer sustancias que simbolicen su medicina preventiva.
Lo anterior no quiere decir que el Hipócrates de la época supersónica será un delfín australiano súper dotado del conocimiento de la ciencia más humana, o que los animales saben por instinto y no por praxis lo que es benéfico para ellos. Lo que sí es real es que la automedicación en el reino de Mufasa no implica que los animales estén evolucionando genéticamente con elegir qué vertebrados, invertebrados, plantas o rocas pueden comer para que sus males desaparezcan de una buena vez, sino que la zoofarmacognosia es resultado de lo que Charles Darwin llamó “selección natural”, asociado, claro está, al estímulo que genera el deseo o impulso para mitigar sensaciones que pudieran hacernos perder la batalla del más apto.

El actual interés en este interesante término proviene porque desde hace décadas finales del siglo pasado, primatólogos tales como Wrangham y Nishida notaron que ciertos chimpancés de Tanzania, en lugar de tragarse las hojas amargas de una planta llamada Aspilia, las colocaban debajo de la lengua hasta que decidían pasárselas enteras, principalmente durante la temporada de lluvias. La sorpresa fue que cuando las hojas llegaban al final de su recorrido por el tubo digestivo de nuestros más parecidos y supuestos antepasados (o primos), las hojas habían sufrido lo que el viento a Juárez, pasando intactas sin haber sido digeridas.
Así es que ahora la pregunta era más apasionante: ¿por qué hacían eso los primates? La respuesta la obtuvo el mismísimo postulador del término que aparece en el título de este artículo y que pareciera tener un significado aburrido a primera vista. Así es: Eloy Rodríguez, el también colaborador del primatólogo británico Richard Wrangham. El profesor Rodríguez descubrió que las hojas que desencadenaron tal interrogante son ricas en un aceite de aspecto rojizo antimicótico, antibacteriano y antiparasitario, específicamente para aquellos parásitos que abundan en la época de lluvias y ocasionan dolor de estómago y alteraciones en el peristaltismo que finalmente se solemos llamar, diarrea.
Ante esta evidencia, nuevamente en los ojos de los científicos se vislumbró una oportunidad para estudiar más aún a tal espécimen y lograr aniquilar a los parásitos, sin dañar las bacterias propias del intestino.
En 1989, al respecto de las hojas de Aspilia, Huffman encontró que éstas servían como una potente trampa pegajosa para ratas en las que los parásitos quedaban pegadas al pasar por el tubo digestivo o como una “alfombra mágica” que obviamente no le pertenecía a ningún diamante en bruto.
Ante tales descubrimientos, hay algo que nunca se podrá saber: quién fue el primate pionero que, probando un buffet interminable de plantas, corrió con la suerte y se dio cuenta de que esas hojas amargas le curaba el dolor de estómago, y fue con victorioso contando el chisme.
Así, la zoofarmacognosia no sólo tiene que ver con el consumo de plantas, pues existe evidencia científica que diferentes especies también recurren a frutos que mezclan con saliva y a manera de pomada, repelen insectos u otros seres vivos; también tiene que ver con el acto deliberado de comer rocas o suelo como automedicación para aliviar la acidez estomacal o por consumir ciertos minerales.
No hay que olvidar las ocasiones en los que ciertas aves posan y se dan cita ante miles de hormigas, que con su hábil caminar, piojos u otros parásitos salen huyendo de sus plumas por el ácido fórmico que tan organizados seres producen.
Regresando con los cetáceos que en ocasiones suelen ser más inteligentes que nuestra propia especie, se ha dicho que el uso de las esponjas podría ser más que por estética, para sobrevivir: proteger sus rostros de ser atravesados por espinas de organismos que habitan en las profundidades. Gracias a ellas, los delfines nariz de botella pueden asomarse a lo oscurito del océano sin apuración.