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"MIL REVOLUCIONES POR LADRILLO"

  • Patricio Patiño
  • 27 may 2015
  • 4 Min. de lectura

Josué Emiliano Palau

Bajar por San Juan de Letrán (hoy Eje central) y admirar, desde lejos, sus blancos muros como los de un pastel o palacio fuera de sitio, ajeno a la mundanidad del Centro, pero a la vez dispuesto ahí por divino atino y extraordinaria precisión. Entrar y encontrar sus rosadas columnas, sus dorados lotos luminosos, sus cúpulas como cielos nocturnos plagados de estrellas, perfectamente trazados en la infinidad de una noche dedicada a la belleza. Eso es Bellas Artes: la revolución, repitiéndose una y otra vez en cada afinar de violines, en cada paso de un visitante, en cada aria cantada y cada poema leído.

Por fuera, el día más esplendoroso de todos los días. Por dentro, la noche más sensual imaginable, tan salvaje como inocente, tan graciosa como libertina.

El Palacio de Bellas Artes es un ícono, un punto de encuentro y desencuentro. Portentoso observador, vigila y acecha para seducir a la primer víctima que así lo permita, atrapando entre sus muros los suspiros y sonrisas calladas del alma seducida.

Iniciada su construcción el 2 de agosto de 1904, fue ideado por el presidente Porfirio Díaz como el futuro Teatro Nacional. De un estilo art nouveau, imperante en la época, el renombrado arquitecto Adamo Boari lo proyectaría y empezaría su construcción. El nouveau como estilo arquitectónico consideraba como premisa creativa el rescate de la naturaleza, la libertad en el trazo, en la subida y bajada de enrejados y balcones, la ondulación de tejados y techos, y su fusión, casi metamórfica, con elementos modernos como las decoraciones en hierro al puro estilo de la revolución industrial.

Tan solo seis años después estallaría una revolución armada en contra del presidente Díaz, interrumpiendo la construcción del añorado teatro. A partir de ese momento el blanco Palacio de la avenida Puente de San Francisco (hoy Juárez) se vería entregado a la intermitencia de la guerra.

Poco podemos decir sobre la Revolución mexicana, un conflicto sin pies ni cabeza donde, una vez presentada la renuncia de Díaz unos meses después de estallada la revuelta iniciada por Francisco I. Madero a finales de 1910, los caudillos se entregaron a la pelea sin fin en su infinita ambición, asesinándose entre ellos y traicionando a sus otrora aliados. Al final, nuestra Revolución, tan ensalzada en las clases de Historia de las primarias, de revolución tuvo poco. Después de sumir al país en el caos y la destrucción, los pobres seguían siendo pobres, y sólo unos cuantos caudillos surgidos de sus silenciosas haciendas se consolidaron como la clase más rica y poderosa.

¿Qué fue de nuestro Palacio mientras tanto? De vez en cuando el presidente en turno recordaba que aquella blanca mole, reluciente bajo el sol, era un teatro inacabado y le invertía interés por simple y pasajera distracción, hasta que la inestabilidad del Estado mexicano le devolvía los pies a la tierra.

No fue sino hasta 1931 que, ante la iniciativa y dirección creativa del arquitecto Federico Mariscal, la obra fue retomada para darle conclusión al espacio interior, adquiriendo así su nombre actual, para ser inaugurado el 29 de septiembre de 1934.

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(Acervo gráfico de la revista Dónde. Fotógrafo anónimo).

El producto (presentado con toda pompa por el presidente Abelardo Rodríguez) era un edificio ecléctico, híbrido, que fusionaba el art nouveau de Boari con el naciente art déco de Mariscal, estilo arquitectónico casi popular que promueve un constructivismo geométrico y se ve fuertemente influenciado por el cubismo a través de rasgos rectos, con fuerza y personalidad, similares a los de una máquina en movimiento.

Esta mezcla de lo antiguo y lo nuevo (el nouveau porfirista y el déco post-revolucionario) son, a mí parecer, la verdadera trascendencia de Bellas Artes. Porque si hubo una Revolución Mexicana, esta no se vivió en las calles o en los campos, sino en las mentes, y sus abanderados fueron los intelectuales y artistas; desde los trazos casi mágicos, de Herrán y la pintura con tendencia hacia lo divino de Zárraga, hasta los trazos toscos de Rivera, la melancolía de Rodríguez Lozano, el exceso de Siqueiros y el fervor nacionalista de Orozco.

La verdadera Revolución Mexicana son esos muros, blancos por fuera y rosados por dentro, esas musas que dan la bienvenida al visitante, aún con la mirada puesta en el siglo XIX, para adentrarnos después en la geometría perfecta de mascarones y flores que conforman el preludio del cambio que el siglo XX habrá de traer.

Son muchos los rostros –mentes y almas—que han cruzado el Palacio, dejando cada uno una pizca de aliento en sus suelos y columnas, en los pegasos que anuncian al visitante externo, hereje, que se encuentra en la tierra sagrada del arte. Y es cada una de esas exhalaciones las que revolucionan constantemente nuestra sociedad. Son, pues, mil revoluciones, diez mil revoluciones, cien mil revoluciones por cada centímetro que compone el santuario al que, todavía hoy, acuden los buscadores perennes de la belleza. Ojalá así sea hasta que no haya más sol que el de su cúpula, bajo el resguardo del águila mítica y su inevitable presa.

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(Foto tomada por Ana Lucía Palau, acervo fotográfico Palau).

Este año el Palacio de Bellas Artes cumple 81 años, pero sus visitantes mantienen la misma mirada de asombro que al inicio. Y es de esérarse, pues los mismos grandes artistas que aún se encuentran presentes en el Palacio, a través de sus trazos, murales o pasos, han dado también la bienvenida a un gran número de sus sucesores: pintores, fotógrafos, músicos, cantantes y actores, todos amantes de la belleza que es, sin duda, el pilar fundamental que agrupa nuestras mentes y almas alrededor de esta obra arquitectónica. Como lo hemos dicho ya: nuestro sitio de partida y de retorno. Pregúntenselo a Chavela Vargas, García Márquez u Octavio Paz, cuyas serenatas, poesías, guirnaldas y celestes flores amarillas perfectamente dan cuenta de eso.

 
 
 

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