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"MI SEÑOR PRESIDENTE"

  • Patricio Patiño
  • 6 mar 2015
  • 8 Min. de lectura

Por Victor Alejandro Domínguez Díaz

@alexs_dominguez

-¿Qué hora es? -La que usted ordene, señor Presidente

Diálogo atribuido a Porfirio Diaz

En 1978, Jorge Carpizo publicó su aclamada obra El presidencialismo mexicano, un estudio bien pensado sobre la situación política del país, y cómo su líder, es decir, el presidente, había influido directamente en el rumbo del mismo. La brillante obra definió lo que todos sabíamos pero lo que pocos se atrevían a nombrar: el actuar casi dictatorial del presidente de la República en detrimento de la división de poderes.

Es necesario voltear a la obra de Montesquieu, quien hablaba de la división de poderes como una herramienta para evitar que el monarca o el dictador se enfermaran de poder, es decir, la desconcentración del poder para el saneamiento de la sociedad a través de la división del Estado en tres poderes: el ejecutivo, legislativo y judicial; todos en igualdad y ninguno por encima de otro.

La historia de México, sobre todo a lo que se refiere en el siglo XX, es la evidencia más clara de la preponderancia de un llamado señor presidente, un ente que representa unipersonalmente al poder ejecutivo (esto, de por sí, debería sonar a dictadura) y que ejerce el poder sobre los otros dos.

Sería impensable hablar del presidencialismo mexicano sin mencionar su antecedente: la Constitución de 1824, el primer documento que establecía la relación de poderes y la subsecuente implantación del sistema presidencial pleno. Desde aquellos días, la realidad social del país, como hasta nuestros días, buscaba el equilibrio en el poder, obsesión de toda organización social.

A partir de ese momento, heredamos la influencia norteamericana (Constitución de 1787) y la española (Constitución de 1812), ya que nuestro país ejerce un sistema que se implementó más como un experimento que como una solución real a la situación social. Lo anterior significa que llevamos alrededor de 190 años ejerciendo un experimento social, que si analizamos a fondo, no ha sabido dar respuesta a las exigencias sociales, ni de nuestro pasado ni de nuestro presente, y qué decir del futuro.

Del análisis resulta que las constituciones de 1824 y de 1917 presentan similitudes en cuanto a la estructuración que hacían del poder ejecutivo; ambas otorgaban al titular la capacidad de veto, dividan al Congreso en dos cámaras y le otorgaban al presidente, desde la reforma de 1928, la facultad de convocar a sesiones extraordinarias en el Congreso. Las dos cartas constitucionales le daban al titular de dicho poder capacidades extraordinarias que, de alguna manera, le hacían subordinar, en ciertos momentos, a los poderes restantes.

En contraste, la carta constitucional de 1857 le brindaba diferentes privilegios al poder legislativo, situación que cambio en 1874 debido a las reformas constitucionales de la época, las cuales le devolvieron el carácter preponderante al poder ejecutivo, regresando a la estructura teórica de la Constitución de 1824 y recogida décadas después en la de 1917 (Carpizo, 1978).

Durante el siglo XX se dio en México el periodo del Maximato, donde un tal Plutarco Elías Calles (conocido también como El jefe supremo de la revolución, apodo que en sí mismo ya denota delirios de grandeza) tomó el control de la vida política de México y sentó las bases del presidencialismo, que, como ya mencionaba Carpizo, se trajo a América Latina como un experimento, sin tomar nunca en cuenta los abismos culturales que existían entre las naciones.

Elías Calles nombra a los tres presidentes siguientes a su mandato, todos gente subordinada a él. El último, el general Lázaro Cárdenas, decide no seguir las órdenes del irónicamente llamado jefe supremo de la revolución; lo obliga a exiliarse en los Estados Unidos y destituye a las personas impuestas por Elías Calles de su gobierno. Lázaro Cárdenas terminó de sentar las bases del presidencialismo, para tomar al presidente como la autoridad magnánima del poder ejecutivo.

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En el contexto mexicano, Jorge Carpizo definió el presidencialismo –para distinguirlo del sistema presidencial– como el periodo en el que el titular del poder ejecutivo fungió como columna vertebral de todo el sistema político al adquirir facultades constitucionales y metaconstitucionales, y al ser al mismo tiempo jefe de partido, influir en la integración de los poderes judicial y legislativo, ejercer control sobre los medios de comunicación, dirigir indirectamente los procesos electorales, participar con voz de calidad en el proceso para designar a su sucesor en la presidencia, asumir facultades de designación y remoción de los gobernadores de los estados, entre otras.

Es decir, el presidente en México ejerce un poder que no sería iluso comparar con las de un dictador romano. Durante su mandato de seis años planea, ordena, ejecuta y administra la vida de un país entero. Nadie (oficialmente) lo cuestiona. Los otros dos poderes viven en función no del ejecutivo, sino del presidente, cosa que es, por sí misma, irracional, ya que no se subordinan a una institución, sino a un particular.

La Constitución actual (ordenamiento como rompecabezas, violado y ya en nada similar al original) otorga en su artículo 89, entre otras, las siguientes atribuciones al presidente:

  • Promulgar y ejecutar leyes.

  • Nombrar y remover libremente a sus secretarios de Estado, excepto a los que requieran ratificación del Senado como los de Hacienda y Relaciones Exteriores. Se le otorga también la facultad de remover o nombrar a cualquier empleado de cualquier poder, que no esté determinado de otro modo por la ley (la corte imperial es nombrada a su muy personal criterio, sin considerar otras cuestiones, como la del rumbo que toma el país bajo las decisiones de éstos).

  • Nombrar a los miembros de las fuerzas armadas.

  • Declarar la guerra.

  • Dirigir la política exterior.

  • Auxiliarse (la propia Constitución le otorga la subordinación) del Poder Judicial para ejecutar sus funciones.

  • Conceder indultos.

  • Convocar al Congreso a sesiones extraordinarias.

  • Y presentar a consideración del Senado la terna para la designación de Ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (de este punto que se considere que al menos un miembro de alto rango del Poder Judicial no cuestionaría el actuar del presidente).

La última fracción del artículo que enviste de poderes extraordinarios al presidente, establece a la letra:

Artículo 89. Las facultades y obligaciones del Presidente, son las siguientes:

XX. Las demás que le confiere expresamente esta Constitución.

También, el artículo 69 constitucional confiere al presidente la facultad de convocar al Congreso a sesiones extraordinarias:

Artículo 69.- En la apertura de Sesiones Ordinarias del Primer Periodo de cada año de ejercicio del Congreso, el Presidente de la República presentará un informe por escrito, en el que manifieste el estado general que guarda la administración pública del país. En la apertura de las sesiones extraordinarias del Congreso de la Unión, o de una sola de sus cámaras, el Presidente de la Comisión Permanente informará acerca de los motivos o razones que originaron la convocatoria.

De igual manera, el artículo 35 en su fracción 8, apartado primero, le otorga las facultades para realizar una consulta popular a título personal, siendo los demás considerados instituciones.

La lista de atribuciones constitucionales necesitaría un libro para sí misma; los ejemplos anteriores apenan introducen a las facultades que éste puede ejercer.

Consecutivamente, los poderes legislativo y judicial se han convertido en accesorios de los intereses personales del Presidente de la Republica y sus allegados. Por lo tanto, es inútil pretender creer que el Presidente actúa a título popular, es ilógico porque lo ejerce él solo.

El presidencialismo mexicano se distingue porque el titular del ejecutivo lo es a su vez del partido político en el poder.

Enrique Peña Nieto, el actual titular, tiene el imperio sobre su partido, que tiene la mayoría en las dos cámaras (de diputados y senadores), y dónde los senadores ratifican los nombramientos de Ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Es una maquinaria centenaria e implantada en una sociedad que no debería funcionar de esa manera dictatorial.

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En la segunda mitad del siglo XX se vivieron atisbos de verdadero despotismo por parte de los titulares del poder ejecutivo. Un claro ejemplo de eso fue el movimiento estudiantil del 68 y la posterior tragedia. Aunque aún hoy no se ha esclarecido quién fue el que ordenó abrir fuego a la población civil desarmada, todo apunta a que provenía directamente de la cúpula presidencial. Saltándose cualquier investigación formal y oficial, se trató a los estudiantes como seres indeseables e incómodos. Díaz Ordaz nombraría al principal sospechoso de la matanza como su sucesor: Echeverría, quien ejercería el máximo cargo político del país, a pesar de haber orquestado años antes la mayor matanza de la que se tenga memoria en el país (claro está que del siglo pasado, ya que durante el nuevo siglo se han suscitado situaciones probablemente peores y más sangrientas, véase Ayotzinapa, Iguala, Tlatlaya, San Salvador Atenco y las que se agreguen).

La supuesta alternancia, pactada por Salinas de Gortari a cambio del Tratado de Libre Comercio, sólo demostró la teoría presidencial. Ni Fox ni Felipe Calderón demostraron un eficaz equilibrio en el poder, a pesar de no contar con la mayoría en el Congreso; como titulares del ejecutivo, fue muy poco el freno que se puso a sus tan polémicas posiciones y acciones.

La locura evidente de Fox y la poca planeación que Calderón le dio a su lucha contra el narcotráfico, que tanta vidas cobro en el país, están guardadas en archiveros infinitos en oficinas de las fiscalías de todo el país.

Pero ahora debemos voltear los ojos a la realidad que sufrimos… Porque la sufrimos.

México es un país virtualmente rico, pero que está hundido en la miseria y en la podredumbre de sus propias instituciones. La respuesta que muchos dan es que el cambio está en nosotros y en nuestro actuar, que antes de pedir la renuncia del presidente deberíamos cambiar nosotros. ¡Qué cosa burda y estúpida creer que el presidente no carga responsabilidad en lo que le sucede a nuestro país! Y más cuando nuestro sistema fue diseñado hace casi doscientos años para hacerlo a él mismo responsable de los que sucede en el país.

Claro, los pueblos tienen el gobierno que se merecen, y es verdad que tanto sociedad como gobierno debemos actuar y detener la caída libre hacia la decadencia, pero, ¿no es, acaso, también cierto que el presidente dirige al país? ¿No hemos delegado a él mismo la capacidad de administrar una nación entera?

Enrique Peña Nieto es un príncipe idiota, poco sabe del pueblo y poco le importa, ¿acaso sabrá él lo que implica ser una república democrática? ¿Sabrá que en sus manos está no toda pero buena parte del avance o retroceso de una nación? El presidencialismo es el camino más corto a la dictadura porque lo es ya en sí misma. Dijera Vargas Llosa, la dictadura perfecta, o, dijera Enrique Krauze en el mismo foro, la “dictablanda”.

¿Cómo puede un obrero pretender vivir con honestidad, cuando la honestidad le ofrece una vida de esclavitud? No es excusa, pero, ¿cómo se pretende que un presidente millonario, que no sabe cuánto cuesta un kilo de tortillas le imponga a un obrero vivir dignamente con 67 pesos al día?

El presidente mexicano debería dejar de verse a sí mismo como el emperador que se cree que es y aceptar que, al final de cuentas, el cambio sí proviene de la sociedad y que él la representa. ¿Qué está más podrido: los frutos del árbol o sus raíces?

Deberíamos reconsiderar la posibilidad de que como sociedad hemos engendrado seres como nuestro actual presidente y que es nuestra responsabilidad el permitirles que continúen así. Nosotros los educamos, los alimentos y con nuestros impuestos llegaron a donde están. Es por eso que la culpa es lo único equitativo en nuestro país.

 
 
 

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