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"EL MILAGRO DE MORIR A LOS DIECINUEVE: VIDA Y OBRA DE ABRAHAM ÁNGEL"

  • Patricio Patiño
  • 16 feb 2015
  • 5 Min. de lectura

Josué Emiliano Palau

Encontrarse con Abraham Ángel es como encontrarse con un viejo amigo: sus cielos púrpuras o anaranjados, sus árboles de un rosa mate, sus personajes que, como dioses caídos en la muerte, observan al espectador desde el otro lado, con sus pieles verduzcas, sus trazos libres y cargados de pasión volátil, su belleza infantil y su miedo vivamente bello. Abraham Ángel es el amigo, el hogar y el camino, la ciudad en su más burda expresión, la humanidad tan salvaje como siempre, y el amor más dulce y trágico, que el inevitable paso del tiempo.


Es la fugacidad de su vida solo uno de los tantos aspectos que hacen de Abraham Ángel un personaje tan destacado en los círculos artísticos mexicanos, sobre todo de aquellos que después hallarían en sus imágenes la base para lo que hoy conocemos como realismo mágico.

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Paisaje Tepito, pintado en 1923.

Tan talentoso como controvertido, tan infantil en sus pinceladas como maduro en sus proyecciones creativas. El llamado “Rimbaud” mexicano nació el 7 de marzo de 1905 como el menor de los cinco hijos que concibió el matrimonio Card Valdés. Su padre, aventurero galés, vivió desapegado de la familia, buscando constantes aventuras y negocios sin conclusión alguna a lo largo y ancho de la república. Su hermano mayor, Adolfo, es quien funge la función que el padre deja al ausentarse. Estricto protestante, además de mantener económicamente a la familia, Adolfo impone un inapelable sistema de comportamiento, según los valores que del protestantismo obtiene.


A pesar de haber nacido en la comunidad de El Oro, en el Estado de México, su primeros años se desarrollaron en la ciudad de Puebla, creciendo en un ambiente mayoritariamente hostil para con los marcados intereses artísticos y creativos que mostró desde niño, siendo el pilar de su educación la religión que su hermano mayor ejercía con energía sobre la familia.


A los once años, tras desmembrarse del todo su familia, llega a la Ciudad de México, encontrando en ella el aire revolucionario que no había encontrado en otro lugar: un aire profundamente inspirador, cergado del caos que su alma, de forma inconciente, anhelaba.


Pronto expresa su deseo de ingresar a la Academia de San Carlos, a introducirse en los preceptos básicos de la pintura, pero solo encuentra por respuesta la fulminante negativa de su hermano Adolfo, que para entonces empezaba a convertirse en una sombra pesada sobre su existencia. Obligando a un muy joven Abraham Ángel a trabajar en la misma Compañía de luz que él, busca por todos los medios reprimir y aniquilar los instintos “poco viriles” que vislumbra en los intereses de su hermano menor.


Sin embargo, y a pesar de la negativa, se sabe que Abraham Ángel empezó por entonces a tomar clases de dibujo con Adolfo Best Maugard.


La ruptura llega al iniciar el año de 1922, y mientras Diego Rivera emprendía la creación de su primer mural (titulado “La creación”, por cierto, y sin el afán de ser redundantes) en el anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria, Abraham Ángel, a los diecisiete años de edad se desligaba del todo de su familia tras ser corrido del hogar materno por su posesivo hermano. Viéndose libre al fin, no tardó mucho tiempo en dar rienda suelta a sus impulsos y pasiones más ardientes.


Su relación con su maestro, Manuel Rodríguez Lozano, es sin duda lo más destacable de este periodo lleno de imágenes difusas y verdades a medias. Con su orientación y de su mano, el joven pintor no solo descubrió los círculos de pintores y artistas, si no que, además, probó por primera vez las mieles del amor. Maestro-amante, tal como en la antigua Grecia, su relación, tan intelectual como erótica, sería fruto de una inspiración mutua, retratada magistralmente en sus cuadros.


Rodríguez Lozano sería parte fundamental en la creación del mito de Abraham Ángel. Preséntandolo, en su momento, como el mejor artista del continente, le inducía a vestir y hablar como argentino, deslumbrando su liberalidad a los círculos de la aún conservadora sociedad mexicana.


Es esta la época de mayor abundancia creativa para Abraham Ángel. Su obra es, en su mayoría, biográfica. Desde los ojos ansiosos de un joven de curiosidad infinita y profunda emoción por todo lo que le rodea, se proyectan las imágenes, rostros y paisajes de una época de cambio, ruptura y revolución, de una sociedad que inevitablemente muta en la búsqueda implacable de la modernidad, pero sin atreverse a soltar la seguridad del puerto conocido.


En sus pinceladas descubrimos desde jóvenes sentadas en ventanas que dan al monte hasta cadetes paseando de forma furtiva por alguna de las tantas calles que el Centro de la Ciudad ofrece para deleite de las personas que gozan de las bajas reputaciones. Instinto salvaje, casi animal, el joven pintor busca acaparar en sus bastidores todas las posibilidades que el Mundo, su Mundo, le ofrecen, tan inocente como pasional, tan artístico como sexual, tan divino como trivial. Pocas veces se ha visto, al menos al historia reciente del arte, una franqueza igual a la de Abraham Ángel, que desde la instrospección nos lleva a la admiración de cada rasgo, cada gesto, cada nube, cada árbol, cada ave, cada cabello suelo, cada mano guardada de forma sospechosa en el bolsillo.


Si se tuviese que describir al Rimbaud mexicano con una palabra, esta sería sin duda “pasión”. Porque más que consigna de vida, la pasión fue su vida misma. Igual que su muerte.


Tras casi dos años de inesperado éxito entre los círculos intelectuales mexicanos, condecorando las portadas de revistas y siendo elogiado por la pluma de artistas como Diego Rivera, Abraham Ángel moriría a los diecinueve años, víctima de una dosis mortal de cocaína y de otra dosis, no menos peligrosa, de despecho. Manuel Rodríguez Lozano había optado por favorecer a otro joven alumno, que pronto sustituiría a Abraham Ángel en el papel de amante y muso. Destrozado, y con la misma furia pasional que empapa sus cuadros, se mata en una de las habitaciones de la casa de su otrora enamorado. Su último cuadro se titula “Me mato por una mujer ingrata”.


Fue sepultado el 30 de octubre de 1924, en una tumba que el viento, el olvido y la ingratitud han terminado por desaparecer de entre la necrópolis de Dolores, en el centro de la Ciudad.


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Autorretrato, pintado en 1923. Hoy forma parte de la colección del MUNAL.

Aunque numerosos personajes han luchado de forma incansable por recuperar la memoria del joven genio, entre ellos Salvador Novo, poco hemos podido llegar a conocer de su vida. Más allá de las anécdotas de quienes lo conocieron de forma superficial, su intimidad se reduce a las pocas conclusiones que en sus imágenes se ven plasmadas.


Y sin embargo, a pesar de esta ignorancia casi absoluta de su vida, podemos decir que Abraham Ángel es íntimo nuestro. Su alma pocos secretos guarda para nosotros, y es su desnudez a través de su obra lo que aún hoy nos asombra de tan singular personaje.


Porque morir a los diecinueve años jamás ha sido cualquier cosa.

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Obra: “Cadete de abrigo rojo” (1923), Colección MAM

Fotografía: Archivo Palau

 
 
 

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