"MAREA ROJA: HOY, SÓLO SUS RUINAS QUEDAN"
- Patricio Patiño
- 15 dic 2014
- 5 Min. de lectura
IVÁN GUERRERO C.
En octubre de 1917, el mundo veía con asombro la caída del Imperio de los zares y el nacimiento de un tipo inédito de Estado, que se convirtió en un modelo a imitar, primeramente, por muchos partidos obreros en Europa, posteriormente, el impacto de éste fenómeno recorrió todos los rincones del planeta. Los escritos de Karl Marx habían inspirado, desde su aparición a mediados del siglo XIX, una revolución que acabaría con centurias de abusos hacia el pueblo ruso. El “fantasma del comunismo”, en palabras del propio Marx, tomaba una incipiente forma tras haber empezado a encumbrarse en la mente de muchos académicos y pensadores de la época. Poco a poco las ideas marxistas permearon en todas direcciones y pusieron a temblar el estatus que regía en ese momento a la humanidad.

La revolución soviética marca un antes y un después en la historia del mundo. El cronista estadounidense John Reed da fe de esto en su célebre libro “diez días que estremecieron al mundo” donde relata detalladamente, y de primera línea, las peripecias que vivieron los principales líderes del movimiento bolchevique y nos permite ver los primeros balbuceos de la Unión Soviética.
Sin lugar a dudas, el Imperio soviético, es el ciclo político más importante y decisivo del siglo pasado. Moscú se convirtió, a la par de Washington, en el centro político de mayor influencia en todo el planeta. Podemos recordar, quizá con nostalgia, aquella Unión Soviética organizada por Lenin y Trotsky, con mano férrea y nulo espacio para la disidencia. No quisiera gastar palabras en mencionar a uno de los dictadores más nefastos del mundo: Iosef Stalin, quien condujo a todo el espacio soviético a una dictadura del terror y del aniquilamiento, donde el ser humano se vio reducido a su mínima expresión, donde el hombre pasó a ser un engrane más en un violento sistema opresor.
Científica y tecnológicamente la Unión Soviética logró grandes avances en todos los campos, superando, en repetidas ocasiones, a las potencias occidentales que históricamente habían sido líderes en aquellos campos. Quizás el último gran triunfo del país de Lenin se produjo el 4 de octubre de 1957, con el lanzamiento del Sputnik. Aquel año, el mundo leía aquel suceso con asombro y miedo: Moscú disponía de medios para alcanzar cualquier lugar de la Tierra con sus artefactos nucleares.
Nadie imaginó, que ese gran Imperio que extendía sus fronteras desde Europa hasta Asia, fuera a terminar de una manera tan abrupta y tan precipitada a menos de un centenar de años de su fundación. Hace un cuarto de siglo, cuando miles de alemanes se precipitaban sobre las calles de la capital, Berlín, con picos y palas para resquebrajar el muro, también se derrumbaba el sueño quimérico y la utopía que fue el comunismo.

El inevitable desplome de la URSS a finales de 1991 fue precedido no únicamente por la caída del muro, sino por las reformas que Mijaíl Gorbachov implantó para abrir un poco la cortina de hierro: la Perestroika y la Glasnost. Sin embargo, aún quedan ecos de las voces que clamaban por instaurar el comunismo en todo el mundo y terminar, de una vez por todas, con la opresión del sistema capitalista. Los regímenes comunistas extra-europeos han continuado, unas veces con combinaciones relativamente exitosas de capitalismo de Estado (China, Vietnam), algunas otras por medio de las más vergonzosas autocracias, como Corea del Norte, incluso en el mar Caribe, donde la fórmula de Fidel Castro (una revolución subsidiada) parece negarse a morir pese a que desde hace décadas se le ha desahuciado.
Las ruinas del comunismo soviético se niegan a morir, y queda en la memoria colectiva de la humanidad aquellas huellas que dejaron la historia sangrienta de Tiannanmen, las dictaduras comunistas en Europa del Este, los acontecimientos de Hungría en 1956 y de Praga en 1968, los cuales, probaron que la supervivencia de los regímenes comunistas dependía de la represión efectiva o potencial ejercida por la URSS y no de el compromiso ideológico por parte de estas sociedades con el comunismo.
Debido a todos estos abusos contra la humanidad, el impulso revolucionario del comunismo se había agotado de manera generalizada y acelerada hacia 1970, y solo contaban las maniobras de dominación a cualquier precio: muerte y amenaza. La camaradería inicial que pregonaban las tesis Marxistas-Leninistas, había cedido paso al gangsterismo, anotó Zdenek Mlynar, cerebro de la primavera de Praga. En el momento en que Gorbachov intentó aplicar las reformas, soñando con una reinvención total del gobierno y de la economía, carecía ya de toda posibilidad.
La apertura de archivos clasificados y confidenciales desde la caída de la URSS vino a cambiar radicalmente la imagen tradicional del comunismo, del buen comunismo soviético. La ideología de la Revolución de Octubre y aquello en lo que creían fehacientemente los allegados a Lenin se había desvirtuado, hasta el punto, en que la brutalidad y el atropello de los Derechos Humanos era justificada para mantener fuerte al Estado.

Posteriormente las potencias occidentales fuera de la órbita soviética pudieron conocer la degeneración tiránica y criminal de Stalin. Hoy sabemos que el terror del dictador más sangriento del siglo XX (por encima de Hitler), con sus prácticas genocidas, su dictadura que no permitió nunca oposición y los millones de muertos y torturados del Gulag.
Desde 1960 el movimiento comunista fue en Europa el mayor desencanto social e ideológico: las esperanzas que habían puesto los “camaradas” en una mejor gobernanza y una sociedad justa se vieron hechos añicos. En Asia, de la revolución cultural y el prestigio de Mao en torno al 68, seguido por las victorias del 75, en Vietnam y Camboya, se vio anulado al conocerse los desastres del “gran salto adelante” y de la “destrucción cultural”, pero, sobre todo, se dio a conocer lo que llamarían más adelante los académicos: el Genocidio de los Jemeres Rojos, vinculado además en orígenes y formas de barbarie al comunismo europeo.
La memoria del comunismo, como movimiento totalitario, puro y catártico, se ha salvado de la condena global que recayera sobre el nazismo y fascismo. La revolución roja surgió como una condena contra el imperialismo que practicaban las principales potencias occidentales. El desconocimiento sobre esta explotación del hombre por el hombre levantó a los bolcheviques y mencheviques a derrocar el sistema imperial que se extendía en toda Rusia. Sin embargo, fueron los mismos principios revolucionarios, los que terminaron por extinguir la llama del cambio verdadero: llevar a la violencia represiva y al control total de la sociedad con tal de la supervivencia del sistema.
Hoy no es posible decir que el “capitalismo es criminal” y que el “comunismo” todo se resuelve. Tras toda la estela de sangre y lágrimas derramadas, de todas esas amargas enseñanzas y del sufrimiento que dejó la marea roja del leninismo y del estalinismo deberíamos preguntarnos: ¿cuál es el verdadero camino a seguir? ¿Cuántas formas más de destrucción encontrará el hombre antes de asumir su papel de salvador y redentor de sí mismo? Sólo cuando dejemos de ponerle adjetivos a las democracias y se deje entrever que todos tenemos los mismos derechos por el simple hecho de haber nacido libres, podremos decir que la virtud y la razón imperan más allá de cualquier sistema político y que cualquier vanguardia revolucionaria.
